viernes, 22 de octubre de 2010




Escrito por Juan Domingo Perón

La sociedad “bien“ de la época nunca comprendió mi relación amorosa con Eva Perón.

MI CASAMIENTO CON EVITA.

Por Juan Domingo Perón

El 22 de octubre de 1945, Evita y yo nos casamos por civil en Junín.

El jefe de la sección primera, Hernán Antonio Ordiales, levantó el acta ante los testigos, Domingo Mercante y Juan Duarte.

Ese día el general Pistarini juro como vicepresidente de la Nación, quedaba en claro que nuevamente era la gente y no yo el que imponía a otro hombre fiel a la revolución del 4 de junio en aquel puesto estratégico.

Por eso afirmo que, en realidad la decisión del casamiento entre Eva y Yo fué el primer acto revolucionario que produjo el justicialismo.

Un oficial del ejercito argentino, casado con una artista, era una grave ofensa para la imagen de la institución, pero si a ello se agrega el echo de que ese oficial había cobrado una trascendencia insospechada, el cuadro de esa realidad se volvía, para muchos cortos de genio bochornosa.

Nuestro casamiento, encrespó a quienes, cuya ideología estrecha, no les permitía comprender actitudes opuestas al “virtuosismo”, no entendieron jamás que una persona como yo estuviese mezclado entre ellos, en el Colegio Militar y en compañía de personas que me valoraban como amigo y que a la vez, pertenecían a su núcleo de relaciones .

Cuando advirtieron mi decisión de unirme a Eva, primero trataron de disuadirme, luego el hecho les sirvió para justificar la razón por la cual mi desenvolvimiento en el ejercito se debió a una casualidad .

Yo no era de su estirpe, no merecía semejante honor, a pesar de haberlo obtenido demostrando mi “baja condición” uniéndome a “esa”.

La verdad, todo esto parecía un sin sentido, un culebrón de cuarta.

La sociedad “bien“ de la época nunca comprendió mi relación amorosa con Eva Perón.

Era lógico.

Que hombre comprendía a otro que se sentía feliz de ir a la cama todas con la misma mujer.

Ellos lo hacían, por cierto, pero nunca, nunca eran dos en el lecho, porque entre ellos se acostaba también la monotonía, la frigidez y en el mejor de los casos, la obsecuencia.

Evita fue siempre una mujer apasionada y su fervor no solo lo vaciaba en la política sino que se desplegaba en todos los actos de su vida.

Evita había vuelto a trabajar conmigo con más espíritu y mas pasión, pensábamos al unísono, con el mismo cerebro, sentíamos con la misma alma.

Era natural por ello que en tal comunicación de ideas y de sentimientos naciera ese amor con el cual enfrentábamos al mundo.