jueves, 10 de junio de 2010


RODOLFO WALSH

OPERACIÓN MASACRE

Segunda parte

LOS HECHOS

14. ¿DONDE ESTA TANCO?

Tan desconcertado está don Horacio, que no atina a dejar la bolsa. Corre, hace girar la llave en la cerradura, y antes que termine de sacar la cadena, la puerta es impulsada con violencia desde afuera, salta el cerrojo y él se ve impelido, rodeado, desbordado por el tropel de policías y particulares provistos de armas largas y cortas, que en pocos segundos inundan todas las dependencias y cuyas voces no tardarán en oírse en el patio y en el pasillo, que conduce al fondo.

Todo sucede con velocidad de relámpago.

Alto, corpulento, moreno, de bigotes, impresionante de autoridad, es el que manda el grupo.

En la mano derecha empuña una pistola 45. Habla a gritos, con voz ronca y pastosa que por momentos parece de borracho.

Viste pantalones claros y chaquetilla corta, color verde oliva: es el uniforme del Ejército Argentino.

Don Horacio ha retrocedido, espantado.

Sólo atina a levantar los brazos, sin soltar todavía la bolsa de agua caliente que ya le quema los dedos.

El jefe del grupo se la arranca de un manotazo.

–¿Dónde está Tanco? –grita.

El dueño de casa lo mira sin comprender.

Es la primera vez que oye el nombre del general rebelde, cuya dramática fuga, escapando al paredón, se conocerá días más tarde.

El jefe lo hace a un lado de un empellón y se encara con el otro, con Giunta.

Giunta está simplemente petrificado.

Ha permanecido en su silla, con la boca abierta, los ojos desmesurados, sin atinar a moverse.

El jefe se acerca a él y deliberadamente, delicadamente, le apoya la pistola en la garganta.

–¡No te hagas el piola! –le dice con voz sorda–. ¡Levanta las manos!

Giunta levanta las manos.

Y por segunda vez escucha esa pregunta indescifrable, que ha de seguir repitiéndose como una pesadilla. Dónde está Tanco. ¿Dónde está Tanco?

Su atónito silencio le gana un puñetazo que casi lo voltea de la silla.

También ese golpe de izquierda –protegido por la alevosía del arma que esgrime la derecha– volverá a verse.

Parece un recurso preferido del hombre que lo usa.

La escena ha sido rápida, electrizante. Igualmente rápida es la secuela, concretada en un crepitar de órdenes:

–¡A ese viejo y a este otro, sáquenlos y llévenlos al auto!

Ni tiempo tienen de protestar. Los sacan y los introducen en el automóvil Plymouth de la comisaría de Florida.

Estacionados sobre la misma acera se encuentran un colectivo rojo y una camioneta policial celeste, con radio móvil.

Del patio de la finca, entretanto, ha escapado un hombre –Torres–, y otro –Lizaso– parece haberlo intentado sin éxito.

El patio pertenece al departamento del frente, pero tiene comunicación indirecta con el fondo, por una puertita que se abre sobre el pasillo, en el cerco de ligustrina.

El episodio es confuso, no hay dos relatos que coincidan.

La síntesis que se desprende de todos ellos es que Torres, acompañado de Lizaso, se encaminaba al departamento de don Horacio, por el camino habitual para él, a pedir el uso del teléfono, lo que también era bastante habitual.

Fue entonces cuando oyeron y acaso vieron la llegada de la policía.

Torres no titubea.

El patio tiene una tapia no muy alta. La salva de un salto y huye a través de las fincas vecinas.

En su desesperada carrera, atraviesa cercas y tejados, se desgarra las ropas, se causa profundas heridas en una mano y en el cuello –nunca sabrá cómo–, corre cuadras y cuadras en zigzag, toma por fin un colectivo, hasta que sangrante y exhausto encuentra refugio.

En cierto modo, era el primer sobreviviente.

Sobre Carlitos Lizaso hay tres versiones.

La primera dice que logró llegar hasta una fábrica de caños próxima, donde el sereno no le permitió esconderse, y de ese modo provocó su captura.

La segunda, que fue apresado en el patio mismo al derrumbarse la tapia bajo su peso.

La última, que ni siquiera intentó evadirse. Lo único cierto es que fue detenido.

En el departamento del fondo, mientras tanto, se ha repetido la escena de sorpresa y brutalidad. La policía entra sin hallar oposición.

Nadie mueve un dedo. Nadie protesta ni se resiste.

El vigilante Ramón Madialdea declarará más tarde que aquí se secuestró "un revólver con cachas de nácar".

Esa arma (si existió) era la única que había en la casa.

Los hacen salir a la calle, de a uno.

Y allí los está esperando el jefe, que no tarda en repartir nuevos gritos, trompadas y culatazos a medida que los suben en el colectivo.

A Livraga le martilla fuertemente el estómago con el cañón de la pistola, gritando:

–¿Así que vos ibas a hacer la revolución? ¿Con esa facha?

A Carlitos Lizaso le ha dicho lo mismo.

A todos les va preguntando el nombre.

La mayoría no le significan nada, se adivina en el gesto desdeñoso, en el "¡Anda, seguí!" con que los empuja hacia el colectivo.

Pero el de Gavino parece toda una revelación para él. Se le ilumina la cara de alegría.

Lo sujeta fuertemente por el cuello y de un golpe le introduce el cañón de la pistola en la boca.

–¡Así que vos sos Gavino! –aulla–. ¡Así que vos...!

El dedo le tiembla sobre el gatillo.

Los ojos le resplandecen.

–Decime dónde lo tenes –ordena inapelable–. ¡Dónde está Tanco! ¡Pronto, en seguida, porque te mato, aquí mismo te mato! ¡Mira, no me cuesta nada!

El cañón de la pistola tabletea entre los dientes de Gavino. Del labio partido le brota un hilo de sangre.

Tiene los ojos vidriados de miedo.

Pero no le dice dónde está Tanco. O es un héroe, o realmente no tiene la menor idea sobre el paradero del general rebelde...*

A Giunta y Di Chiano los bajan del auto y también los cargan en el colectivo. A último momento se agregan tres hombres más, detenidos en las inmediaciones.

La reconstrucción de esta escena está basada en testimonios indirectos. Meses más tarde el propio Gavino, en declaración firmada que obra en mi poder, la confirmó con estas palabras "... siendo en su mayoría golpeados, especialmente el suscripto, por el señor jefe de Policía, quien me aplicó varios culatazos en la cabeza, boca y tetilla izquierda, hasta hacerme caer al suelo, emprendiéndome él y varios vigilantes a puntapiés, gritando a viva voz, decí dónde está Tanco o te mato. Cuando se cansaron de golpearme, el señor Jefe me levantó de los cabellos arrancándome gran cantidad, diciendo: Así que vos sos el famoso Gavino, esta noche te fusilamos. A continuación me revisó los bolsillos, quitándome mi cédula de identidad y unos 500 pesos, que nunca me fueron devueltos".

Uno es el sereno de la fábrica de caños.

Otro, un chofer que acertaba a pasar por allí.

El tercero, un joven que se despedía de su novia en la puerta de la casa de ésta...

El colectivo, que es el número 40 de la línea 19, se pone en marcha guiado por su conductor habitual, Pedro Alberto Fernández, a quien se lo han requisado 45 minutos antes.

Los prisioneros no saben dónde van, ni –salvo uno o dos– por qué los llevan.

Pero alguno alcanzará a oír un revelador fragmento de conversación entre los vigilantes.

"Ése", el hombre que dirigía el procedimiento, el militar vestido de uniforme, el imparcial dispensador de culatazos y trompadas, a quien todos trataban respetuosamente de "señor", mientras que a la distancia lo ubican con un apodo más familiar, ese hombre era el jefe de Policía de la Provincia de Buenos Aires, teniente coronel (R) Desiderio A. Fernández Suárez.

La señora Pilar y su hija creen estar viviendo una pesadilla que no termina.

La casa sigue invadida de hombres que revisan muebles y cajones, que interrogan, que hablan a gritos. De afuera llegan todavía las órdenes secas como balazos.

Están llamadas, sin embargo, a presenciar un raro interludio. Es el señor jefe de Policía que vuelve, que toma el teléfono y que habla con voz cambiada.

Son apenas unos fragmentos de conversación y un nombre de mujer los que alcanzan a escuchar:

–... Con todo éxito... Magnífico... Parece que en el sur también se levantaron... Decile a Cacho que se cuide... Sí, con todo éxito...

Terminada la conversación, colabora en el registro de la casa.

Nélida pretende alejarse del dormitorio donde el señor jefe de Policía busca entre prendas de ropa interior fabulosos planes revolucionarios, o quizás al mismo Tanco.

Pero él la hace volver, "para que después no diga que le falta algo".

La primera etapa de la "Operación Masacre" ha sido rápida.

Son apenas las 23.30.

En ese preciso momento, Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, cesa de transmitir música de Ravel y comienza a pasar el disco 6489/94 de Igor Stravinsky.

15. LA REVOLUCIÓN DE VALLE

Lejos de allí, el verdadero alzamiento arde ya furiosamente.

En junio de 1956, el peronismo derrocado nueve meses antes realizó su primera tentativa seria de retomar el poder mediante un estallido de base militar con algún apoyo civil activo.

La proclama firmada por los generales Valle y Tanco fundaba el alzamiento en una descripción exacta del estado de cosas.

El país, afirmaba, "vive una cruda y despiadada tiranía"; se persigue, se encarcela, se confina; se excluye de la vida cívica "a la fuerza mayoritaria"; se incurre en "la monstruosidad totalitaria" del decreto 4161 (que prohibía siquiera mencionar a Perón); se ha abolido la Constitución para liquidar el artículo 40 que impedía "la entrega al capitalismo internacional de los servicios públicos y las riquezas naturales"; se pretende someter por hambre a los obreros a la "voluntad del capitalismo" y "retrotraer el país al más crudo coloniaje, mediante la entrega al capitalismo internacional de los resortes fundamentales de su economía".

Dicho en 1956, esto era no sólo exacto: era profético.

La proclama de Valle estaba singularmente desprovista de hipocresía.

No contenía la habitual invocación a los valores occidentales y cristianos ni los denuestos contra el comunismo, aunque tampoco pasaba por alto el asalto a los sindicatos por "elementos reconocidos como agitadores al servicio de ideologías o intereses internacionales".

Frente a este análisis, la parte programática resultaba endeble.

Sacrificaba, quizás inevitablemente, el contenido ideológico al impacto emocional.

Proponía en suma un retorno crítico al peronismo y a Perón a través de medios transparentes: elecciones en un plazo no mayor de 180 días, con participación de todos los partidos.

En lo económico el programa contradecía típicamente la crítica previa, al asegurar "plenas garantías para los capitales foráneos invertidos o a invertirse", etc.

La proclama ilustraba los dos aspectos que en aquellos tiempos iniciales de la resistencia, caracterizaron al peronismo: una obvia aptitud para percibir los males que sufre en forma directa en cuanto fuerza popular mayoritaria; y una notable ambigüedad para diagnosticar las causas, convertirse en movimiento revolucionario de fondo y abandonar definitivamente al enemigo las consignas electorales y las bellas palabras.

Por supuesto Valle actuó, y entregó su vida, y eso es mucho más que cualquier palabra.

La comprensión de su actitud es hoy más fácil que hace diez años; será más fácil aún en el futuro; su figura crecerá justicieramente en la memoria del pueblo, junto con la convicción de que el triunfo de su movimiento hubiera ahorrado al país la vergonzosa etapa que le siguió, esta segunda década infame que estamos viviendo.

La historia del levantamiento es corta.

Entre el comienzo de las operaciones y la reducción del último foco revolucionario transcurren menos de doce horas.

En Campo de Mayo los rebeldes encabezados por los coroneles Cortínez e Ibazeta se han apoderado de la agrupación infantería de la escuela de suboficiales y la agrupación servicios de la 1a división blindada; pero la ocupación de la escuela de suboficiales fracasa después de un corto tiroteo y el grupo atacante queda aislado.*

A las once de la noche un grupo de suboficiales se sublevan en la Escuela de Mecánica del Ejército, pero deben rendirse después de un tiroteo.

En Avellaneda, en las inmediaciones del Comando de la Segunda Región Militar, se producen dos o tres escaramuzas entre rebeldes y policías. Éstos toman algunos prisioneros.

Después irrumpen en la Escuela Industrial y sorprenden al teniente coronel José Irigoyen, con un grupo que pretendía instalar allí el comando de Valle y una emisora clandestina.

La represión es fulminante.

Dieciocho civiles y dos militares son sometidos a juicio sumario en la Unidad Regional de Lanús.

Seis de ellos serán fusilados: Irigoyen, el capitán Costales, Dante Lugo, Osvaldo Albedro y los hermanos Clemente y Norberto Ros. Dirige este procedimiento el subjefe de Policía de la provincia, capitán de corbeta aviador naval Salvador Ambroggio.

· Puede encontrarse un relato detallado de las operaciones y de la represión subsiguiente en el libro de Salvador Feria Mártires y verdugos, publicado en 1964.

Los tiros de gracia corren por cuenta del inspector mayor Daniel Juárez. Con fines intimidatorios, el gobierno anunció esa madrugada que los fusilados eran dieciocho.

En La Plata, una bomba lanzada contra una zapatería céntrica parece ser la señal que aguardan los rebeldes para entrar en acción.

En el regimiento 7, el capitán Morganti subleva la compañía bajo su comando. Grupos de civiles toman las centrales telefónicas.

En las calles céntricas, numerosos transeúntes estupefactos ven pasar varios tanques Sherman, seguidos por camiones cargados con tropas que a toda velocidad se dirigen al Comando de la Segunda División y el Departamento de Policía.

En éste hay apenas veinte vigilantes mal armados. Ni el jefe ni el subjefe se encuentran en él.

El primero está revisando los muebles de don Horacio di Chiano, en Florida.

El segundo, dirigiendo la represión en Avellaneda y Lanús.

Va a comenzar la lucha más espectacular de toda la intentona revolucionaria.

Se dispararán alrededor de cien mil tiros, según un cálculo oficioso.

Habrá media docena de muertos y unos veinte heridos.

Pero las fuerzas rebeldes, cuya superioridad material es a primera vista abrumadora en ese momento, no conseguirían ni el más efímero de los éxitos.

Noventa y nueve de cada cien habitantes del país ignoran lo que está pasando.

En la misma ciudad de La Plata, donde el tiroteo se prolonga incesantemente toda la noche, son muchos los que duermen y sólo a la mañana siguiente se enteran.

A las 23.56 Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, deja de ofrecer música de Stravinsky y pone en el aire la marcha con que cierra habitualmente sus programas.

La voz del "speaker" se despide hasta el día siguiente a la hora de costumbre.

A las 24 se interrumpe la transmisión.

Todo ello consta en el Libro de Locutores de Radio del Estado, en uso entonces, en la página 51, rubricada por el locutor Gutenberg Pérez.

No se ha pronunciado una sola palabra sobre los acontecimientos subversivos.

No se ha hecho la más remota alusión a la ley marcial, que como toda ley debe ser promulgada, anunciada públicamente antes de entrar en vigencia.

A las 24 horas del 9 de junio de 1956, pues, no rige la ley marcial en ningún punto del territorio de la Nación.

Pero ya ha sido aplicada. Y se aplicará luego a hombres capturados antes de su imperio, y sin que exista –como existió, en Avellaneda– la excusa de haberlos sorprendido con las armas en la mano.

16. "A VER SI TODAVÍA TE FUSILAN..."

El colectivo con los prisioneros de Florida, entretanto, se ha dirigido al sudoeste. Cruza el límite del partido de Vicente López y entra en el de San Martín.

La actitud de los vigilantes de la custodia es correcta o despreocupada.

Algunos detenidos conversan entre sí.

–¿Por qué nos llevarán? –interroga uno.

–Y qué sé yo... –contesta otro–. Será por jugar a las cartas.

–Me huele mal. El grandote dijo algo de una revolución.

Los más desconcertados son don Horacio y Giunta.

Porque ellos ni siquiera jugaban a las cartas. Gavino, que no los conoce pero que podría ilustrarlos, guarda silencio.

Desmelenado y aturdido, enjugándose la sangre del labio, él sabe por qué los llevan.

Llegan a San Martín, dejan atrás la estación y la plaza y se detienen en la calle 9 de Julio, frente a un edificio con vigilantes armados en la puerta.

Algunos ya se ubican. Están en la Unidad Regional de Policía. El viaje ha durado menos de veinte minutos.

Otros veinte minutos, acaso media hora, permanecen sentados en el colectivo antes de que los hagan bajar.

Ven salir a la gente del cine más próximo.

Los transeúntes los miran con curiosidad. No hay señales de agitación en ninguna parte.

A las 0.11 del 10 de junio de 1956, Radio del Estado reanuda sorpresivamente su transmisión, con la cadena oficial.

Por espacio de veintiún minutos propala una selección de música ligera.

Es el primer indicio oficial de que algo serio ocurre en el país.

Entretanto, la casa fatídica de Florida vuelve a cobrarse dos imprevisibles víctimas.

Julio Troxler y Reinaldo Benavídez vienen en busca de algún amigo a quien suponen allí.

No hacen más que recorrer el pasillo y llamar al departamento del fondo –extrañamente silencioso y obscuro– cuando la puerta se abre de golpe y aparecen un sargento y dos vigilantes que les apuntan con sus armas.

Julio Troxler apenas se inmuta, a pesar de la sorpresa.

Es un hombre alto, atlético, que en todas las alternativas de esa noche revelará una extraordinaria serenidad.

Veintinueve años tiene Troxler.

Dos hermanos suyos están en el Ejército, uno de ellos con el grado de mayor.

Él mismo siente quizá cierta vocación militar, mal encauzada, porque donde al fin ingresa como oficial es en la policía bonaerense.

Rígido, severo, no transige sin embargo con los "métodos" –con las brutalidades– que le toca presenciar y se retira en pleno peronismo.

A partir de entonces vuelca su disciplina y capacidad de trabajo en estudios técnicos.

Lee cuanto libro o revista encuentra sobre las especialidades que le interesan –motores, electricidad, refrigeración–.

Justamente es un taller de equipos de refrigeración el que instala en Munro y con el que empieza a prosperar.

Troxler es peronista, pero habla poco de política. Cuantos lo trataron lo describen como un hombre sumamente parco, reflexivo, enemigo de discusiones.

Una cosa es indudable: conoce a la policía y sabe cómo tratar con ella.

La descripción que podemos dar de Reinaldo Benavídez es aun más somera.

Tiene alrededor de treinta años, es de estatura mediana, rostro franco y agradable.

Por esa época es dueño de un almacén en sociedad, en Belgrano, y vive con los padres.

A Benavídez va a sucederle algo increíble, algo que aun ubicado en esa noche de singulares aventuras y experiencias, parece arrancado de una exuberante novela.

Pero ya volveremos sobre ello.

–Por singular coincidencia –que después va a repetirse– Julio Troxler conoce al sargento que le ha salido al paso y que le apunta con su arma. Tal vez por eso han quedado un instante inmóviles los dos, observándose.

–¿Qué hubo? –pregunta Troxler.

–No sé. Tengo que llevarlos.

–¿Cómo me vas a llevar? ¿No te acordás de mí? –Sí, señor. Pero tengo que llevarlo. Es una orden que tengo.

Se aleja un instante el sargento. Va al departamento del frente, para pedir instrucciones por teléfono.

Quedan solos los dos detenidos con los vigilantes.

Es cierto que están desarmados, pero si se lo proponen pueden tal vez reducirlos y escapar.

Horas más tarde, en circunstancias más difíciles, casi imposibles, obrarán ambos con prodigiosa decisión y sangre fría.

Ahora se quedan quietos.

Es evidente que no sospechan nada grave.

Y se dejan llevar no más.

Los puestos policiales están en estado de alarma desde temprano. En la segunda de Florida, el comisario Pena tiene sintonizado un receptor en su despacho.

A las 0.32 en punto, Radio del Estado interrumpe la música de cámara y transmitiendo en cadena nacional anuncia que se va a dar lectura a un comunicado de la Secretaría de Prensa de la Presidencia de la Nación, promulgando dos decretos.

Dice así el dramático anuncio:

"Considerando que la situación provocada por elementos perturbadores del orden público obliga al gobierno provisional a adoptar con serena energía las medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación, así como el normal cumplimiento de las finalidades de la Revolución Libertadora, por ello, el presidente provisional de la Nación Argentina, en ejercicio del Poder Legislativo, decreta con fuerza de ley:

"Artículo 1o - Declárase la vigencia de la ley marcial en todo el territorio de la Nación.

"Art. 2o - El presente decreto-ley será refrendado por el Excelentísimo señor Vicepresidente Provisional de la Nación, y los señores ministros, secretarios de Estado, en los departamentos de Aeronáutica, Ejército, Marina e Interior.

"Art.- 3o - De forma.

"Fdo.: Aramburu, Rojas, Hartung, Krause, Ossorio Arana y Landaburu".

El segundo decreto, considerando que la ley marcial "constituye una medida cuya aplicación debe ser reglamentada para conocimiento de la población" dispone las normas y circunstancias en que se llevará a la práctica.

Recién ha terminado de escuchar el anuncio el comisario cuando le traen a los dos detenidos. Y lo mismo que el sargento, tiene un movimiento de sorpresa al ver a Troxler, a quien conoce y aprecia.

–¿Qué haces vos por acá?

El otro sonríe, encogiéndose de hombros, y explica lo sucedido sin darle importancia. Seguramente un error... Conversan unos momentos. Después el comisario recibe una llamada telefónica.

–Te piden de la Unidad –y agrega–: Che, a ver si todavía te fusilan... Hace un momentito pasaron la ley marcial.

Se ríen los dos.

Pero el comisario se queda preocupado.

17. "PÓNGANSE CONTENTOS"

0.45. En la Unidad Regional han bajado a los prisioneros del colectivo. Los llevan por una larga galería y los introducen en una oficina situada a la izquierda, donde hay varios bancos de plaza, de color verde, en los que van tomando asiento. El edificio parece en refacciones. Las paredes de esa habitación están recién pintadas, y todavía quedan por ahí algunos elementos de pintura.

Al principio no les ponen vigilancia a los detenidos, que tejen toda clase de conjeturas. Livraga se sienta junto a su amigo Rodríguez y lo primero que hace es preguntarle:

–Gordo, ¿estás metido en algo vos?

Rodríguez se encoge de hombros.

–Sé tanto como vos.

Giunta y don Horacio están perplejos. Lo que más les intriga es aquella pregunta que han oído varias veces repetida: ¿Dónde está Tanco?

Los tres detenidos fuera de la casa, en los alrededores, se deshacen en explicaciones y lamentos. Uno repite incansablemente que él fue a cenar con unos amigos, volvió y al pasar por allí lo agarraron. Otro, que estaba en la puerta de la casa de su novia, despidiéndose...

El sereno de la fábrica de caños, un viejo que todavía tiene puestas las botas de goma, farfulla un italiano incomprensible.

Mario Brión piensa en su esposa, que ha de estar esperándolo, sin saber nada: él nunca ha llegado tan tarde.

¿Se acuerda Carlitos Lizaso de aquel mensaje que dejó a su novia? "Si todo sale bien esta noche..."

Garibotti se lamenta de haberle hecho caso a su amigo Carranza, que está abatido y silencioso a su lado. Vaya a saber ahora cuándo los van a soltar, tal vez a la madrugada o al mediodía siguiente... Carranza, a su vez, recuerda las palabras de Berta: "Entrégate, entrégate...". Bueno, ya está entregado.

Los demás puede que salgan, pero él...

Apenas pidan sus antecedentes, está sonado.

Tal vez piensa en aquel día en que se les disparó a los milicos tucumanos.

La puerta está sin custodia y aunque la galería es larga, no hay nadie a la vista.

Tal vez con un poco de suerte...

Pero no, Berta tiene razón.

Es hora ya de entregarse y que hagan con él lo que quieran.

Matar no lo van a matar, por unos panfletos y unas conversaciones...

Gavino está preocupado. A él tampoco lo van a soltar, ahora que lo tienen.

Y sabe bien por qué lo tienen. Le tocarán uno o dos años de cárcel, hasta que se vaya el gobierno y den una amnistía. En una de ésas lo mandan al sur. Bueno, tal vez mejor así... ahora tal vez suelten a su mujer... y no que lo maten en una noche como ésta. ¿Habrá estallado...?

En ese momento se asoma un oficial y dirigiéndose a los dos o tres que están más cerca, pregunta:

–Muchachos, ¿ustedes son detenidos políticos?

Y ante la respuesta dubitativa, agrega:

–Pónganse contentos. Estalló la revolución y ya no tenemos comunicación con La Plata.

La Plata es el único lugar donde se combate en regla.

El jefe de la sublevación, coronel Cogorno, ataca durante toda la noche el Comando de la Segunda División y la Jefatura de Policía.

Las fuerzas atacantes incluyen la compañía del 7, tres tanques al mando del mayor Pratt y dos o tres centenares de civiles.

Los tanques se emplazan frente a la jefatura, pero por algún motivo inexplicado sólo consiguen disparar dos cañonazos contra el edificio.

Adentro hay veintitrés hombres: después serán treinta y cinco.

El tiroteo de armas menores, hasta ametralladoras pesadas, es violentísimo, pero los sitiadores no llegan a lanzar un asalto en regla.

A lo mejor esperan algo que nunca se produce.

Lo cierto es que el coronel Piñeiro, desde adentro, se aguanta toda la noche.

El Comando de la Segunda División, a dos cuadras de la Jefatura, está proporcionalmente mucho más protegido. Tiene alrededor de cincuenta hombres y una ametralladora pesada en posición dominante –sobre los fondos de la calle 54, entre 3 y 4– con lo que se mantiene a raya a la compañía sublevada del 7.

Entre esos hombres que están defendiendo al Gobierno con las armas en la mano, recordaremos a uno que no figuró en los diarios.

Se llama Juan Carlos Longoni. Es (era) inspector de policía, un tipo flaco, cara de piedra, mirada dura y pocas palabras. Cesante en el peronismo, lo reincorporan en 1955.

Pasa a ser ayudante del jefe de la División Judicial, que es el doctor Doglia...

Esa noche Longoni está durmiendo en su casa cuando oye los primeros tiros. Se levanta y sale vistiéndose a la calle.

Para un taxi y se hace llevar a la zona de lucha. En lo más denso del tiroteo, el taxista se desmaya del susto.

Longoni lo deja en la Asistencia, sigue solo, y logra meterse en el Comando. Pide un arma y un puesto de combate. Le entregan una Halcón y le dan a elegir el puesto que quiera. Toda la noche pelea.

Ése es el hombre a quien siete meses más tarde el jefe de Policía de la provincia dejará cesante –¡otra vez cesante!– por secundar a Doglia en sus denuncias sobre este caso.

El caso de los prisioneros que en la Unidad Regional San Martín seguían aguardando su incierto destino.

18. "CALMA Y CONFIANZA"

1.45. En el despacho del jefe de la Unidad Regional San Martín, inspector mayor Rodolfo Rodríguez Moreno, también está encendida la radio.

El decreto de ley marcial se ha vuelto a propalar a las 0.45, 0.50, 1.15, 1.35.

Ahora lo están pasando nuevamente.

Hace alrededor de quince minutos se ha difundido el Comunicado N° 1 de la Vicepresidencia de la Nación, donde por primera vez se informa al país con algún detalle sobre lo que está ocurriendo.

En nombre del señor presidente provisional –reza el texto– se comunica al pueblo de la República que a las 23 del día sábado se produjeron levantamientos militares en algunas unidades de la provincia de Buenos Aires.

Inmediatamente el Ejército, la Marina y la Aeronáutica, apoyados por la Gendarmería Nacional, la Prefectura y la Policía, iniciaron operaciones para sofocar el intento de rebelión.

Se ha decretado el imperio de la ley marcial en todo el territorio de la República.

Se recomienda a la población tener calma y confianza en la fuerza y consolidación de la Revolución Libertadora.

Firmado: Isaac F. Rojas, contraalmirante, vicepresidente provisional.

Uno de los prisioneros ha pedido permiso para ir al baño; en el trayecto, el vigilante que lo acompaña lo entera de lo que está pasando.

Hay consternación en el grupo cuando este hombre vuelve con la noticia que confirma de manera definitiva todos los indicios, las sospechas, los temores que han ido creciendo desde las once de la noche anterior, cuando por primera vez oyeron la palabra "revolución", en boca del propio jefe de Policía. Gavino se pone pálido.

–¿A qué hora? –insiste–. ¿A qué hora?

–Parece que recién no más –le contestan.

Gavino lanza un suspiro de alivio. Sabe que no pueden hacerle nada. Está detenido antes de la ley marcial y por lo tanto no puede haberla violado.

Mario Brión tiene un presentimiento funesto.

–A ver si todavía nos matan...

Todos lo miran de reojo. Hay un silencio. Después hablan varios al mismo tiempo:

–Yo fui a cenar a casa de unos amigos, y cuando volvía..., cuando volvía...

–¿Está prohibido despedirse de la novia? Yo no hice nada, yo no sé nada, a mí tienen que dejarme salir...

En el inextricable italiano del viejo sereno se destaca ahora una palabra, martillada a intervalos regulares "revoluzione... revoluzione...".

Dos súbitos guardias armados con carabina imponen silencio desde la puerta. En todo el vasto edificio se ha producido un cambio apenas perceptible, pero siniestro.

La actitud antes despreocupada de los vigilantes se torna hosca, ceñuda. Voces, repiquetear de pasos en la galería adquieren singulares resonancias.

Después, prolongados silencios.

A

jeno a todo, desparramado sobre un banco, como un gran Neptuno negro, el sargento Díaz ronca estertorosamente.

Su amplio tórax asciende y desciende con pausado ritmo. El sueño le barniza el rostro con una máscara impasible.

Los demás empiezan a mirarlo con fastidio, con espanto.

19. QUE NADIE SE EQUIVOQUE...

2.45. Rodríguez Moreno tiene un mal palpito.

¿Porqué a él, justamente a él, tenían que caerle estos pobres diablos?

Y sin embargo, hay como una misteriosa justificación, una fidelidad del destino en la misión que le va a tocar.

Hombre imponente, duro, de accidentada y tempestuosa carrera es Rodríguez Moreno.

La tragedia lo sigue como un perro devoto.

Ya antes de 1943, estando al frente de una comisaría de Mar del Plata, aparece complicado, según versiones, en un hecho escalofriante.

Un linyera es golpeado brutalmente en un calabozo y arrojado luego a una playa, completamente desnudo en una noche de crudo invierno.

Muere de frío.

Parece que a Rodríguez Moreno lo procesan y hasta lo encarcelan en Dolores.

Pero después sale en libertad.

Porque era inocente, dicen sus defensores.

Por influencias políticas, sostienen sus detractores. El episodio queda obscuro y olvidado.

Y ahora esto.

Y más tarde, a fines de 1956, de nuevo en Mar del Plata, donde lo han trasladado como jefe de la Unidad Regional, se hablará de un episodio similar.

Un carterista chileno muerto a cachiporrazos en un calabozo.

¿Tiene algo que ver Rodríguez Moreno?

Dicen que no... Pero el desastre lo sigue. A comienzos de 1957, en un procedimiento dirigido por él, un vigilante cae acribillado a tiros de ametralladora por sus propios compañeros.

Un infortunado accidente, dicen los diarios.

Junto a él, esa noche del 9 de junio, está el segundo jefe de la Unidad, comisario Cuello.

Un hombre bajo, nervioso, sobre quien circulan también contradictorias versiones.

–Vamos a tomarles declaración –dispone Rodríguez Moreno.

Los detenidos empiezan a desfilar individualmente, en dos tandas. Una va al propio despacho del Jefe.

Otra, a la oficina del oficial sumariante.

Juan Carlos Livraga está inquieto. No quiere creer que su amigo Vicente Rodríguez lo haya engañado, pero una intolerable sospecha le ronda por la cabeza.

Por eso, cuando Rodríguez vuelve de declarar, se levanta, apresuradamente y pasa antes de que lo llamen.

Quiere ser interrogado por la misma persona, averiguar lo que ha dicho su amigo, ampararse en el testimonio de éste.

El interrogatorio es largo, minucioso. Le preguntan si sabía algo de la revolución. Contesta que no.

Hace un detallado relato de su llegada a la casa del procedimiento. Subraya que ha ido sólo a escuchar la pelea.

Un empleado condensa todo en un par de líneas escritas a máquina.

Le muestra una pila de brazaletes, de color celeste y blanco, con dos letras estampadas: P. V.

Le preguntan si los ha visto antes.

Contesta que no. El dactilógrafo escribe otro renglón.

Le muestran un revólver.

Le preguntan si es suyo. La pregunta asombra a Livraga.

El arma no le pertenece, pero lo raro es que ellos no sepan de quién es.

Dos o tres líneas más se agregan a la declaración. La hoja, una larga hoja, se curva sobre el rodillo y cae hacia atrás. Livraga observa que contiene otras declaraciones anteriores a la suya. En la posición que se halla, frente al dactilógrafo, alcanza sin embargo a descifrar algunos renglones invertidos.

Se tranquiliza cuando ve: "Rodríguez ... casualidad ... amigo ... pelea ... ignora ...". Rodríguez ha declarado lo mismo que él.

Otros testimonios son similares. A Giunta, el fisonomista, lo interroga un oficial "gordito, de pelo enrulado, de bigote a la americana".

Gavino sabe perfectamente que no le van a creer si dice que él también estaba por casualidad en el departamento de Torres. Busca alguien que lo secunde.

Se pone de acuerdo con Carranza.

Y ambos declaran que son simpatizantes peronistas, que presumían el estallido del motín y fueron a escuchar la noticia por radio.

–¿Qué hacía usted en esa casa? –le preguntan a Di Chiano.

–Qué iba a hacer... Es mi casa.

–¿Qué hacía?

–Estaba con mi familia, escuchando la radio.

–¿Nada más?

–Nada más.

A Troxler y Benavídez los tienen desde su llegada en otra dependencia, sin mezclarlos con los primeros. Sus testimonios son los más breves. Al fin y al cabo no han hecho más que ir y llamar a una puerta.

–¿Qué hacen con nosotros? –pregunta uno de ellos.

–Creo que los mandan a La Plata –le responden ambiguamente.

A las 2.53 la cadena nacional de radiodifusión ha conectado con el despacho del vicepresidente de la Nación, contraalmirante Rojas, y éste en persona lee el Comunicado N° 2, informando que se ha dominado el motín en la Escuela de Mecánica del Ejército y que se está retomando la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo.

"Que nadie se equivoque –concluye–. La Revolución Libertadora cumplirá inexorablemente sus fines".

3.45. Han terminado los interrogatorios.

Dos oficiales se paran a conversar cerca de la puerta.

–A estos cosos –dice uno, volviendo la cabeza–, si el asunto se da vuelta los largamos en seguida...

Pero el asunto no se da vuelta. Todo lo contrario. En La Plata disminuye el tiroteo. Los rebeldes comprenden la imposibilidad de tomar la Jefatura o el Comando: la carrera con el tiempo está perdida. Un avión naval que arroja una bengala provoca corridas y deserciones. Es apenas un anticipo de lo que va a ocurrir cuando las primeras luces permitan el vuelo de máquinas gubernamentales.

En Río Santiago se alista la infantería de marina. El propio jefe de Policía se ha puesto finalmente en camino llevando refuerzos.

En la Unidad Regional los prisioneros, nerviosos y soñolientos, tiritan en los bancos. El frío es intenso. Desde las 3, el termómetro marca 0 grados.

Parece que ya no los van a mover de aquí esta noche. Algunos tratan de acurrucarse para dormitar.

Es entonces cuando empiezan a llamarlos de nuevo, de a uno. El primero que vuelve explica que le han sacado todo lo que llevaba encima: dinero, el reloj, hasta las llaves.

Y muestra el recibo que le dieron.

Algunos alcanzan a precaverse. Livraga, por ejemplo, que tiene cuarenta pesos, esconde treinta en una media. Le entregan recibo por "Un reloj White Star, llavero, diez pesos y un pañuelo". (Firma el oficial Albarello.)

A Benavídez le reciben "Doscientos diecinueve con cuarenta y cinco, documentos y elementos varios". A Giunta, quince pesos, un pañuelo y cigarrillos.

El que tiene más dinero es Carlitos Lizaso. Varios testigos lo han visto salir de Vicente López esa tarde con más de dos mil pesos en la billetera. Incluso hubo quien le aconsejó no llevar una suma tan grande consigo.

En la Unidad Regional le hacen constar la entrega de sólo setenta y ocho pesos.

¿Acaso ha imitado la actitud de Livraga? Puede ser. Lo cierto es que esos dos mil pesos desaparecerán finalmente, en un bolsillo u otro. Y no será el único caso.

Sólo una pequeña parte del botín recogido esa noche –dinero, relojes, anillos– volverá a poder de sus dueños.

La atmósfera se hace cada vez más pesada entre los detenidos. Una cosa es ya evidente: no piensan soltarlos.

20. ¡FUSILARLOS!

4.45. Parece que Rodríguez Moreno estuviera tratando de ganar tiempo. No ha de resultarle muy agradable salir con semejante noche para matar a diez o quince infelices.

Personalmente está convencido de que más de la mitad no tienen nada que ver. Y aun los otros le inspiran dudas.

Nerviosos partes se cambian entre él y el jefe de Policía, que ya ha llegado a La Plata.

Las instrucciones son terminantes: fusilarlos.

La alternativa: quedar incluido él mismo en la ley marcial.

Parece que hasta se habla de mandarle un delegado con tropas.

A las 4.47 se difunde el Comunicado N° 3 de la Vicepresidencia de la República:

"Campo de Mayo se rindió. La Plata, prácticamente dominada. En Santa Rosa, el regimiento de caballería se alista para reducir el último foco. Han sido ejecutados dieciocho rebeldes civiles que pretendieron asaltar una comisaría en Lanús".

La infantería de Marina y la Escuela de Policía levantan el asedio de la Jefatura.

Los rebeldes se dispersan. Fernández Suárez llega a la Casa de Gobierno, donde el coronel Bonnecarrere ha tenido que limitarse toda la noche a escuchar el tiroteo cercano, y se encamina con él a la Jefatura.

Están subiendo la amplia escalinata que da a la plaza Rivadavia cuando Fernández Suárez se dirige a un subordinado y en voz que todos escuchan da la orden:

–¡A esos detenidos de San Martín, que los lleven a un descampado y los fusilen!

Parece que no basta. Fernández Suárez debe acudir personalmente al transmisor.

Rodríguez Moreno recibe la orden. Inapelable. Y se decide.

21. "LE DABA PECADO..."

A último momento, hay tres que tienen suerte. El sereno, "el hombre que fue a cenar" y "el hombre que se despedía de la novia".

Los llaman aparte, les devuelven documentos y efectos personales, los dejan en libertad.

Rodríguez Moreno dirá más tarde que los liberó "por su propia cuenta" y que la orden de fusilamiento los incluía.

A los demás los hacen salir a la calle. Frente a la Unidad hay estacionado un carro de asalto, uno de esos camiones azules con carrocería abierta a ambos lados y bancos transversales de madera.

Detrás, a algunos metros de distancia, espera una camioneta policial. Junto a ella un hombre de baja estatura, enfundado en un impermeable, se restriega nerviosamente las manos. Es el comisario Cuello.

Los prisioneros reciben orden de subir al camión.

Todavía alguno vuelve a preguntar:

–¿Adonde nos llevan?

–Quédense tranquilos –llega la artera respuesta–. Los trasladamos a La Plata.

Ya casi han subido todos. En ese momento sucede una escena curiosa. Es Cuello, que en un brusco impulso grita:

–¡Señor Giunta!

Giunta se da vuelta, sorprendido, y camina hacia él.

Ahora hay casi un acento de súplica en la voz baja y reconcentrada de Cuello.

–Pero, señor Giunta... –mueve un poco los brazos, con las manos crispadas–, pero usted ¿estaba en esa casa? ¿Realmente estaba?

Giunta comprende en un relámpago que le está pidiendo que diga que no.

Apenas una sílaba para soltarlo, para arreglar su situación de cualquier manera.

La cara de Cuello le sorprende: tensa, los ojos un poco extraviados, un músculo incontrolable palpitándole en una mejilla ("Él sabía que yo era inocente. Le daba pecado mandarme a morir", dirá más tarde Giunta en su gráfico lenguaje).

Pero Giunta no puede mentir. Mejor dicho: no sabe por qué tiene que mentir.

–Sí, yo estaba.

El policía se lleva la mano a la cabeza. Es un gesto que dura una fracción de segundo. Pero es extraño... Después recobra el dominio de sus nervios.

–Está bien –dice secamente–. Vaya.

Giunta no olvidará la escena. A lo largo de minutos y minutos la irá elaborando sin darse cuenta. Él ya va condicionado, inconscientemente prevenido para lo que pueda ocurrir. Tiene el hábito profesional de observar caras, estudiar sus reflejos y reacciones. Y lo que acaba de ver en el rostro de Cuello es todavía informe, nebuloso, pero inquietante.

Ya están todos arriba. Y otra vez surge el enigma: ¿cuántos eran? Diez, calculó Livraga. Diez, repetirá don Horacio di Chiano. Pero no los han contado. Once, dirá Gavino. Once, estimarán también Benavídez y Troxler.* Pero es evidente que son más de diez y más de once, porque además de ellos cinco, están Carranza, Garibotti, Díaz, Lizaso, Giunta, Brión y Rodríguez. Doce por lo menos. Doce, calculará Giunta, y lo confirmará Rodríguez Moreno, quien, sin embargo, menciona a alguien "con apellido extranjero, parecido a Carnevali, que luego se asiló en una embajada".

Doce o trece, declara Cuello. Pero Juan Carlos Torres, basándose en testimonios indirectos, hablará de catorce.

Y el jefe de Policía de la provincia, meses más tarde, también hablará de catorce detenidos en Florida.

Si existieron esos dos hombres adicionales, uno de ellos debió ser el anónimo suboficial que menciona Torres.

¿Y los vigilantes? Son trece, según un testimonio.

Parece que van al mando de un cabo Albornoz, de la subcomisaría de Villa Ballester, a juzgar por información obtenida de otra fuente.

¿Es el mismo a quien verá más tarde Livraga en singulares circunstancias? No lo sabemos.

Una cosa llama fuertemente la atención.

Los policías van armados de simples máuseres.

Para la misión que llevan, y en las circunstancias en que la van a cumplir, es casi incomprensible.

¿Se trata de una oportunidad, una "aliviada" que consciente o inconscientemente va a darles Rodríguez Moreno a los prisioneros?

¿O es que no existen fusiles ametralladoras en la Unidad Regional? Enigma de difícil respuesta.

Lo indudable es que gracias a esa afortunada circunstancia –y a otras igualmente extrañas que veremos luego– la mitad de los condenados salvarán la vida.

Éstos no saben que están condenados, sin embargo, y esa inaudita crueldad debe subrayarse en la tabla de agravantes y atenuantes.

No se les ha dicho que los van a matar.

Más aún, hasta último momento habrá quien pretenda engañarlos.

Los vigilantes colocan las cortinas de loneta que cierran la carrocería y el vagón policial, seguido por la camioneta donde viajan Cuello, Rodríguez Moreno y el oficial Cáceres, se pone en marcha en dirección noroeste, por la calle 9 de Julio y su continuación Balcarce, que a su vez se prolonga en la ruta 8. Recorre 2100 metros –unas quince cuadras pobladas– antes de salir al primer descampado, que tiene unos mil metros de largo.

Allí la ruta oblicua hacia el oeste.

*En su declaración, Gavino nombra a los presos, inclusive a "N. N. un hombre joven, de aproximadamente 35 años, rubio y de bigotes", que debe ser Giunta.

Pero omite a Mario Brión.

En cambio, la declaración conjunta de Troxler y Benavídez (también en mi poder) nombra a "Mario N.", pero omite a Giunta.

La explicación que se me ocurre es ésta: Gavino, Troxler y Benavídez no conocían con anterioridad a Brión ni a Giunta. Entre estos dos, hay cierto parecido físico.

Al verlos en momentos sucesivos dentro de la penumbra del camión, llegaron a identificar el uno con el otro, haciendo de dos personas una sola.

Los prisioneros no tienen oportunidad de observar estos detalles topográficos.

Van como en una celda, en una obscuridad casi completa. Lo único que pueden ver es el rectángulo de camino pavimentado que allá adelante les permite el parabrisas.

Hace un frío cruel.

La temperatura se mantiene en cero grados.

Los que más sufren son Giunta, que lleva una simple campera, y Brión con su tricota blanca.

Están sentados frente a frente, sobre la izquierda, Brión en el primer banco doble, de espaldas al conductor, y Giunta en el segundo, mirando hacia adelante.

Uno de los broches de la cortina que cierra la puerta está roto, y la tela flamea con golpes secos, dejando entrar un helado chorro de viento, cortante como un cuchillo.

Se turnan los dos para sujetarla y hablan en voz baja.

–Yo creo que nos matan, don Lito –dice Brión.

Giunta va masticando el incidente con Cuello, pero trata de consolar a su vecino.

–No piense en esas cosas, don Mario. No oyó que nos llevan a La Plata...

Si pudieran ver, se darían cuenta de que se alejan cada vez más de su presunto destino.

Al lado de Giunta va don Horacio.

Él también cree que los llevan a La Plata.

Enfrente tiene a Vicente Rodríguez, silencioso y pensativo. Gavino va junto a Carranza.

El primero teme.

El segundo está confiado.

Confiado también, seguro, casi optimista dentro de las circunstancias, parece Juan Carlos Livraga.

Él es colectivero, conoce bien las rutas, tendría que darse cuenta de que no los llevan adonde dicen. Sin embargo, no observa nada.

En los bancos de atrás viajan Lizaso, Díaz, Benavídez, Troxler... Éste va tenso, alerta, tratando de espiar el mínimo indicio que le permita ubicarse.

Conoce bien a los vigilantes, está acostumbrado a tratarlos y mandarlos.

¿Por qué ninguno quiere mirarlo de frente?

Algo les habrá visto Julio Troxler para sentirse tan desconfiado.

El camión entra nuevamente en zona poblada. A la izquierda hay casas más o menos dispersas en un trecho de mil metros. Luego aparecen también a la derecha.

La ruta corta en diagonal lotes y calles a lo largo de mil metros más. Y de pronto se amplía, se bifurca.

Troxler casi da un salto. Acaba de reconocer el lugar. Están en el cruce de la ruta 8 y el camino de cintura. Por lo tanto, no sólo no van a La Plata, sino que se dirigen en sentido contrario.

Y la ruta 8 conduce a Campo de Mayo.

Y en Campo de Mayo...

Un singular incidente interrumpe sus deducciones. El chófer se ha descompuesto. Para el camión, baja, parece que devuelve. Hay consultas con los que vienen en la camioneta.

Uno de los prisioneros –es Benavídez– ofrece su colaboración.

–Si quieren, manejo yo –dice con toda inocencia–. Yo sé manejar.

No le hacen caso. Sube el chófer. Vuelven a arrancar.

"Y en Campo de Mayo... ", piensa Troxler. Pero se equivoca. Porque el carro de asalto dobla a la derecha, en ángulo recto, toma el camino de cintura, ¡va hacia el norte!

Es incomprensible.

22. EL FIN DEL VIAJE

Realmente es incomprensible. ¿Qué piensa Rodríguez Moreno?

Siguiendo al oeste por la ruta 8, a unas diez cuadras de allí empieza un descampado de cuatro o cinco kilómetros, un verdadero desierto en la noche, que hasta tiene un puente sobre un río...

Un escenario perfecto para lo que se planea.

Y sin embargo, dobla al norte, hacia José León Suárez, se interna en una zona semipoblada, donde sólo hay baldíos de tres o cuatro cuadras de largo.

¿Es estupidez? ¿Es anticipado remordimiento?

¿Puede ignorar la zona?

¿Es un inconsciente impulso de buscar testigos para el crimen que va a cometer?

¿Quiere brindar una posibilidad "deportiva" a los condenados, librarlos al destino, a la suerte, a la astucia de cada uno?

¿Quiere de este modo absolverse, delegando el fin de cada cual en manos de la fatalidad?

¿O quiere todo lo contrario: apaciguarlos, para que resulte más fácil darles muerte?

Hay uno por lo menos que no se apacigua.

Es Troxler. Y al fin ha conseguido que uno de los guardianes lo mire y le sostenga la mirada. Pero hace algo más ese vigilante anónimo. Con la rodilla le da un golpe rápido, deliberado, inequívoco.

Una señal.

Troxler, pues, ya sabe. Pero decide jugar una carta audaz, forzar una decisión o por lo menos poner sobre aviso a los otros.

–¿Qué pasa? –pregunta en voz alta–. ¿Por qué me toca?

Pánico se refleja en la mirada del policía.

Ya está arrepentido de lo que hizo.

El cabo lo mira con suspicacia.

–Por nada, señor –contesta atropelladamente–. Fue sin querer.

El camión se ha detenido.

–¡Bajen seis! –ordena el cabo.

Don Horacio es el primero en descender, por la derecha del camión. Lo siguen Rodríguez, Giunta, Brión, Livraga y algún otro, custodiados por igual número de vigilantes.

Por primera vez pueden observar los alrededores. Están sobre un camino de asfalto. Hay campo a ambos lados.

Frente a ellos, del lado en que bajaron, la cuneta está anegada, y detrás hay un alambrado. El sitio, a pesar de todo, es casi perfecto.

Pero entonces vuelve a surgir una voz de orden desde la camioneta policial estacionada detrás:

–No, aquí no. ¡Más adelante!

Los suben y se reanuda la marcha. Troxler recomienza su angustioso oficio mudo. Ahora trata de captar la mirada de los otros detenidos, combinarse con ellos, alertarlos para un desesperado golpe de mano. Pero es inútil.

Los demás parecen aturdidos, resignados, idiotizados. Todavía no creen, no pueden creer... Sólo Benavídez da la impresión de responderle. Está alerta como él, tenso y expectante.

Trescientos metros anda el camión antes de pararse por última vez. Y ésta es la definitiva. Casi treinta minutos ha durado el viaje de siete kilómetros.

Bajan los mismos prisioneros.

También Carranza y Gavino. Tal vez Garibotti y Díaz. Troxler afirmará luego que arriba quedan con él Benavídez, Lizaso y el suboficial anónimo.*

Otros testimonios son confusos, divergentes, contaminados todavía por el pánico.

A la derecha del camino, obscuro y desierto, nace una callecita pavimentada que conduce a un Club Alemán.

O acaso "Mario N.", es decir Brión, cuyo apellido ignoraba Troxler. Pero otros sobrevivientes aseguraron que Mario bajó con ellos.

La contradicción –típica de situaciones semejantes– permanece insoluble hasta ahora.

De un lado la calle tiene una hilera de eucaliptus, que se recortan altos y tristes contra el cielo estrellado.

Del otro, a la izquierda, se extiende un amplio baldío, un depósito de escorias, el siniestro basural de José León Suárez, cortado de zanjas anegadas en invierno, pestilente de mosquitos y bichos insepultos en verano, corroído de latas y chatarra.

Por el borde del baldío hacen caminar a los detenidos.

Los vigilantes los empujan con los cañones de los fusiles.

La camioneta entra en la calle y les alumbra las espaldas con los faros.

Ha llegado el momento...


23. LA MATANZA

...Ha llegado el momento. Lo señala un diálogo breve, impresionante.

–¿Qué nos van a hacer? –pregunta uno.

–¡Camine para adelante! –le responden.

–¡Nosotros somos inocentes! –gritan varios.

–No tengan miedo –les contestan–. No les vamos a hacer nada.

¡NO LES VAMOS A HACER NADA!

Los vigilantes los arrean hacia el basural como a un rebaño aterrorizado.

La camioneta se detiene, alumbrándolos con los faros.

Los prisioneros parecen flotar en un lago vivísimo de luz. Rodríguez Moreno baja, pistola en mano.

A partir de ese instante el relato se fragmenta, estalla en doce o trece nódulos de pánico.

–Disparemos, Carranza –dice Gavino–. Yo creo que nos matan.

Carranza sabe que es cierto. Pero una remotísima esperanza de estar equivocado lo mantiene caminando.

–Quedémonos... –murmura–. Si disparamos, tiran seguro.

Giunta camina a los tumbos, mirando hacia atrás, un brazo a la altura de la frente para protegerse del destello que lo encandila.

Livraga se va abriendo hacia la izquierda, sigilosamente. Paso a paso.

Viste de negro. De pronto, lo que parece un milagro: los reflectores dejan de molestarlo. Ha salido del campo luminoso.

Está solo y casi invisible en la obscuridad. Diez metros más adelante se adivina una zanja. Si puede llegar...

La tricota de Brión brilla, casi incandescente de blanca.

En el carro de asalto Troxler está sentado con las manos apoyadas en las rodillas y el cuerpo echado hacia adelante.

Mira de soslayo a los dos vigilantes que custodian la puerta más cercana. Va a saltar...

Frente a él Benavídez tiene en vista la otra puerta.

Carlitos, azorado, sólo atina a musitar:

–Pero, cómo... ¿Así nos matan?

Abajo Vicente Rodríguez camina pesadamente por el terreno accidentado y desconocido. Livraga está a cinco metros de la zanja.

Don Horacio, que fue el primero en bajar, también ha logrado abrirse un poco en la dirección opuesta.

–¡Alto! –ordena una voz.

Algunos se paran. Otros avanzan todavía unos pasos. Los vigilantes, en cambio, empiezan a retroceder, tomando distancia, y llevan la mano al cerrojo de los máuseres.

Livraga no mira hacia atrás, pero oye el golpe de la manivela. Ya no hay tiempo para llegar a la zanja. Va a tirarse al suelo.

–¡De frente y codo con codo! –grita Rodríguez Moreno.

Carranza se da vuelta, con el rostro desencajado. Se pone de rodillas frente al pelotón.

–Por mis hijos... –solloza–. Por mis hi...

Un vómito violento le corta la súplica.

En el camión Troxler ha tendido la flecha de su cuerpo. Casi toca las rodillas con la mandíbula.

–¡Ahora! –aulla y salta hacia los dos vigilantes.

Con una mano aferra cada fusil. Y ahora son ellos los que temen, los que imploran:

–¡Las armas no, señor! ¡Las armas no!

Benavídez ya está de pie y toma de la mano a Lizaso.

–¡Vamos, Carlitos!

Troxler les junta las cabezas a los vigilantes y tira uno a cada lado, como muñecos. Da un salto y se pierde en la noche.

El anónimo suboficial (¿o es un fantasma?) tarda en reaccionar. Se incorpora a medias.

Desde la punta del coche un tercer vigilante lo está cubriendo con el fusil.

Se oye el tiro. El suboficial hace ¡Aaaah!, y vuelve a sentarse, como estaba. Pero muerto.

Benavídez salta. Siente los dedos de Carlitos que se deslizan entre los suyos.

Con desesperada impotencia comprende que el chico se le queda, sepultado bajo los tres cuerpos que se le echan encima.

Abajo, los policías oyen el tiro a retaguardia y por una fracción de segundo titubean.

Algunos se dan vuelta.

Giunta no espera más. ¡Corre!

Gavino hace lo mismo.

El rebaño empieza a desgranarse.

–¡Tírenles! –vocifera Rodríguez Moreno.

Livraga se arroja de cabeza al suelo. Más allá, Di Chiano también se zambulle.

La descarga atruena la noche.

Giunta siente una bala junto al oído. Detrás oye un impacto, un gemido sordo y el golpe de un cuerpo que cae. Probablemente es Garibotti.

Con prodigioso instinto, Giunta hace cuerpo a tierra y se queda inmóvil.

A Carranza, que sigue de rodillas, le apoyan el fusil en la nuca y disparan. Más tarde le acribillan todo el cuerpo.

Brión tiene pocas posibilidades de huir con esa tricota blanca que brilla en la noche. Ni siquiera sabemos si lo intenta.

Vicente Rodríguez ha hecho cuerpo a tierra una vez. Ahora oye los vigilantes que se acercan corriendo.

Trata de levantarse, pero no puede. Se ha cansado en los primeros treinta metros de fuga y no es fácil mover el centenar de kilos que pesa.

Cuando al fin se incorpora, es tarde. La segunda descarga lo voltea.

Horacio di Chiano dio dos vueltas sobre sí mismo y se quedó inmóvil, como si estuviera muerto.

Oye silbar sobre su cabeza los proyectiles destinados a Rodríguez.

Uno pica muy cerca de su rostro y lo cubre de tierra. Otro le perfora el pantalón sin herirlo.

Giunta permanece unos treinta segundos pegado al suelo, invisible. De pronto salta como una liebre, zigzagueando.

Cuando presiente la descarga, vuelve a tirarse.

Casi al mismo tiempo oye otra vez el alucinante zumbido de las balas.

Pero ya está lejos.

Ya está a salvo. Cuando repita su maniobra, ni siquiera lo verán.

Díaz escapa. No sabemos cómo, pero escapa.* Gavino corre doscientos o trescientos metros antes de pararse.

En ese momento oye otra serie de detonaciones y un alarido aterrador, que perfora la noche y parece prolongarse hasta el infinito.

–Dios me perdone, Lizaso –dirá más tarde, llorando, a un hermano de Carlitos–. Pero creo que era su hermano. Creo que él vio todo y fue el último en morir.

Sobre los cuerpos tendidos en el basural, a la luz de los faros donde hierve el humo acre de la pólvora, flotan algunos gemidos.

Un nuevo crepitar de balazos parece concluir con ellos.

Pero de pronto Livraga, que sigue inmóvil e inadvertido en el lugar en que cayó, escucha la voz desgarradora de su amigo Rodríguez, que dice:

–¡Mátenme! ¡No me dejen así! ¡Mátenme!

Y ahora sí, tienen piedad de él y lo ultiman.

24. EL TIEMPO SE DETIENE

Horacio di Chiano no se mueve.

Está tendido de boca, los brazos flexionados a los flancos, las manos apoyadas en el suelo a la altura de los hombros.

Por un milagro no se le han roto los anteojos que lleva puestos.

Ha oído todo –los tiros, los gritos– y ya no piensa.

Su cuerpo es territorio del miedo que le penetra hasta los huesos: todos los tejidos saturados de miedo, en cada célula la gota pesada del miedo.

No moverse. En estas dos palabras se condensa cuanta sabiduría puede atesorar la humanidad. Nada existe fuera de ese instinto ancestral.

¿Cuánto tiempo hace que está así, como muerto?

Ya no lo sabe. No lo sabrá nunca.

Sólo recuerda que en cierto momento oyó las campanas de una capilla próxima. ¿Seis, siete campanadas?

Imposible decirlo.

Acaso eran soñados aquellos sones lentos, dulces y tristes que misteriosamente bajaban de las tinieblas.

A su alrededor se dilatan infinitamente los ecos de la espantosa carnicería, las corridas de los prisioneros y los vigilantes, las detonaciones que enloquecen el aire y reverberan en los montes y caseríos más cercanos, el gorgoteo de los moribundos.

Por fin, silencio.

Luego el rugido de un motor.

La camioneta se pone en marcha. Se para.

Un tiro. Silencio otra vez.

Torna a zumbar el motor en una minuciosa pesadilla de marchas y contramarchas.

· En lo que respecta a Díaz... los deponentes no recuerdan en qué momento bajó, pero lo cierto es que cuando ellos lo hicieron, Díaz ya no estaba en el camión; es muy posible que... en un descuido de los agentes haya bajado..." Declaración conjunta de Benavídez y Troxler.

Don Horacio comprende, en un destello de lucidez. El tiro de gracia. Están recorriendo cuerpo por cuerpo y ultimando a los que dan señales de vida. Y ahora...

Sí, ahora le toca a él. La camioneta se acerca. El suelo, bajo los anteojos de don Horacio, desaparece en incandescencias de tiza.

Lo están alumbrando, le están apuntando. No los ve, pero sabe que le apuntan a la nuca.

Esperan un movimiento. Tal vez ni eso. Tal vez le tiren lo mismo.

Tal vez les extrañe justamente que no se mueva. Tal vez descubran lo que es evidente, que no está herido, que de ninguna parte le brota sangre.

Una náusea espantosa le surge del estómago. Alcanza a estrangularla en los labios. Quisiera gritar. Una parte de su cuerpo –las muñecas apoyadas como palancas en el suelo, las rodillas, las puntas de los pies– quisiera escapar enloquecida.

Otra –la cabeza, la nuca– le repite: no moverse, no respirar.

¿Cómo hace para quedarse quieto, para contener el aliento, para no toser, para no aullar de miedo?

Pero no se mueve. El reflector tampoco.

Lo custodia, lo vigila, como en un juego de paciencia. Nadie habla en el semicírculo de fusiles que lo rodea. Pero nadie tira. Y así transcurren segundos, minutos, años...

Y el tiro no llega.

Cuando oye nuevamente el motor, cuando desaparece la luz, cuando sabe que se alejan, don Horacio empieza a respirar, despacio, despacio, como si estuviera aprendiendo a hacerlo por primera vez.

Más cerca de la ruta pavimentada, Livraga también se ha quedado quieto, pero infortunadamente para él, en una posición distinta.

Está caído de espaldas, cara al cielo, con el brazo derecho estirado hacia atrás y la barbilla apoyada en el hombro...

Además de oír, él ve mucho de lo que pasa: los fogonazos de los tiros, los vigilantes que corren, la exótica contradanza de la camioneta que ahora retrocede despacio en dirección al camino.

Los faros empiezan a virar a la izquierda, hacia donde él está.

Cierra los ojos.

De pronto siente un irresistible escozor en los párpados, un cosquilleo caliente.

Una luz anaranjada en la que bailan fantásticas figuritas violáceas le penetra la cuenca de los ojos.

Por un reflejo que no puede impedir, parpadea bajo el chorro vivísimo de luz.

Fulmínea brota la orden:

–¡Dale a ése, que todavía respira! Oye tres explosiones a quemarropa. Con la primera brota un surtidor de polvo junto a su cabeza. Luego siente un dolor lacerante en la cara y la boca se le llena de sangre.

Los vigilantes no se agachan para comprobar su muerte.

Les basta ver ese rostro partido y ensangrentado.

Y se van creyendo que le han dado el tiro de gracia. No saben que ése (y otro que le dio en el brazo) son los primeros balazos que le aciertan.

El fúnebre carro de asalto y la camioneta de Rodríguez Moreno se alejan por donde vinieron.

La "Operación Masacre" ha concluido.

25. EL FIN DE UNA LARGA NOCHE

Los fugitivos se desbandaron por el campo nocturno.

Gavino no ha parado de correr.

Salta charcos y zanjas, llega a un camino de tierra, ve casas a lo lejos, se interna por calles que no conoce, tropieza con una vía férrea, la sigue, llega a las inmediaciones de la estación Chilavert, del Mitre, milagrosamente encuentra un colectivo, lo toma...

Es el primero que busca asilo en una embajada latinoamericana, en plena vigencia de la ley marcial.

La terrible aventura había terminado para él.

No así para Giunta, a quien le esperaba todavía una pesadilla inagotable.

Apenas llegó a zona poblada, buscó refugio en el jardín de una casa.

Adentro había luz encendida y movimiento.

Casi todo el vecindario de José León Suárez estaba despierto con el tiroteo.

No hizo más que entrar el aterrado fugitivo en el jardín, cuando se abrió una ventana y apareció una mujer gritando:

–¡Ni se atreva, ni se atreva! –y agregó, dando media vuelta y dirigiéndose al parecer al dueño de casa–: ¡Dale vos, ya que se salvó!

Giunta no espera oír más. El mundo debe parecerle enloquecido esta noche.

Todos quieren matarlo...

Franquea la cerca de un salto y reanuda su desesperada carrera.

Ahora elude las zonas transitadas, camina deliberadamente por calles de tierra.

No puede evitar un encuentro, sin embargo.

Son tres muchachos parados en un esquina, que lo miran pasar con curiosidad.

Con voz entrecortada les cuenta algo de lo sucedido y les pide dinero, aunque sea unas monedas para tomar cualquier medio de transporte y alejarse de ese infierno.

En esos noctámbulos encuentra un corazón menos duro. Uno le da un peso, otro un billete de diez.

Giunta, como Gavino, llega a la estación Chilavert. Probablemente ninguno de los dos sabía que ése era el nombre de otro fusilado, el vencido de Caseros...

Se dirige a la ventanilla y pide un boleto. –¿Para dónde? –pregunta el empleado. Giunta lo mira con asombro.

No tiene la menor idea. No sabe siquiera dónde está. Debe ser todo un espectáculo este hombre de ojos desencajados, pelos de punta y rostro cubierto de sudor en esta noche helada, que pide un boleto y no sabe con qué destino.

–¿Para dónde? –repite el empleado, mirándolo con curiosidad.

–Para cualquier parte... ¿Adonde va esta línea?

–A Retiro.

–Eso es. A Retiro. Déme un boleto para Retiro.

Recibe el boleto. Se apoya contra una pared. Cierra los ojos y respira hondo. Cuando vuelve a abrirlos, hay en la plataforma tres desconocidos que lo miran, lo miran...

Los tres parecen clavar los ojos en un mismo punto. Giunta baja la cabeza y descubre sus zapatos embarrados, sus pantalones desgarrados por la fuga.

Pero ya llega el tren.

Sube de un salto. Los desconocidos suben tras él. Giunta empieza a caminar a lo largo de los vagones.

Dos de aquellos hombres se han sentado. Pero el tercero lo sigue, casi pisándole los talones.

Giunta obra con enorme lucidez: aminora el paso, deja que el otro prácticamente lo toque y de golpe se sienta –más bien se deja caer como una piedra– en el primer banco que encuentra a la derecha.

El desconocido también se sienta. A la misma altura del coche vacío, en el asiento de la izquierda.

Giunta no mira a su perseguidor. Clava los ojos en la obscura ventanilla, para tratar de descubrir los movimientos de la imagen reflejada en ella.

Casi da un brinco. Porque el Otro –¿será casualidad?– hace lo mismo, lo está "relojeando" en su propia ventanilla.

¿No terminará nunca esta noche?

Giunta está desesperado. El tren deja atrás Villa Ballester. El desconocido sigue observándolo con disimulo. Llegan a Malaver. Unos minutos, y están en San Andrés.

Una vez más el instinto de Giunta acude en su favor. En un relámpago se decide.

Deja que el tren se ponga en marcha, que cobre velocidad.

Entonces se levanta de un salto, corre a la puerta, la abre de un tirón, baja los escalones de la plataforma y se tira...

Es milagroso que no se mate. Apenas apoya un pie, el suelo le exige brincos gigantescos, que nunca ha dado en su vida.

En su carrera de muñeco dislocado –diez metros, veinte metros– va rozando una cerca de ligustrina que le deja largos rasguños en un brazo. Pero el tren ya está lejos, se pierde en la obscuridad como un gusano luminoso.

Y Giunta está –o se cree– a salvo.

Julio Troxler se ha escondido en una zanja próxima.

Espera que pase el tiroteo. Ve alejarse los vehículos policiales. Entonces hace algo increíble. ¡Vuelve!

Vuelve arrastrándose sigilosamente y llamando en voz baja a Benavídez, que escapara con él del carro de asalto.

Ignora si se ha salvado.Llega junto a los cadáveres y los va dando vuelta uno a uno –Carranza, Garibotti, Rodríguez–, mirándoles la cara en busca de su amigo.

Con dolor reconoce a Lizaso. Tiene cuatro tiros en el pecho y uno en la mejilla. Pero no encuentra a Benavídez.*

Los cuerpos están tibios todavía.

Seguramente no ve a Horacio di Chiano, que sigue haciéndose el muerto a alguna distancia. Comprende que ya no tiene qué hacer allí y empieza a caminar en dirección a José León Suárez.

Casi está llegando a la estación, cuando ve venir a Livraga, tambaleándose y cubierto de sangre.

En el mismo instante un oficial del destacamento de policía próximo iba al encuentro del herido, gritando: "¿Qué pasa? ¿Qué pasa?".

–Nos fusilaron..., nos pegaron unos tiros –farfullaba Livraga, entre insultos e incoherencias.

· Troxler refiere que "... encontró sobre el camino... en el lugar que estaba el camión, a Carlos Lizaso, que se encontraba de cubito dorsal, con medio cuerpo sobre la ruta y el resto sobre la banquina ... comprobó que se encontraba sin vida ... cruzó la ruta, encontrando en el camino que conduce al Club Alemán, sobre el lado izquierdo, a Rodríguez; en el centro de la calle, junto a un gran charco de sangre, a Carranza, y sobre el lado derecho ... otro cadáver que no pudo identificar...".

·

El oficial lo sujetó por las axilas, ayudándolo a caminar hacia el destacamento. En el camino, pasó junto a Troxler.

Y por tercera vez en esta noche, el ex oficial de policía se vio reconocido por uno de sus antiguos colegas.

–¡Hola, Troxler! ¿Cómo te va? –grita el otro al pasar. –Bien. Ya lo ves... –contesta.

Está por seguir de largo cuando ve que se acerca un camión con soldados del Ejército.

Como siempre, Julio Troxler hace lo más natural: se dirige a una reducida cola de madrugadores que esperan un ómnibus de la Costera y se incorpora a ella. No piensa tomar el ómnibus –por otra parte no tiene ni cinco centavos–, pero sabe que ahí llama menos la atención.

Parece fatalidad. Porque el camión se para justo frente a la cola. Y sin bajar, un oficial grita:

–Muchachos, ¿ustedes no oyeron unos tiros?

La pregunta parece formulada a todos, pero es a Troxler a quien mira el oficial, es a él a quien se dirige, por un motivo muy sencillo: es el más alto de la fila.

Troxler se encoge de hombros.

–Que yo sepa... –dice.

El camión se va. Troxler abandona su puesto en la fila y empieza a caminar.

No tiene con qué tomar un colectivo; un sentido elemental de cautela le impide pedir dinero a un desconocido, o aun permiso para telefonear a sus amigos...

Está exhausto y aterido. Desde la noche anterior no prueba bocado. Camina once horas seguidas por el Gran Buenos Aires, convertido en desierto sin agua ni albergue para él, el sobreviviente de la masacre.

Son las seis de la tarde cuando llega a un refugio seguro.

26. EL MINISTERIO DEL MIEDO

El "tiro de gracia" que le aplicaron a Livraga le atravesó la cara de parte a parte, destrozándole el tabique nasal y la dentadura, pero sin interesar ningún órgano vital.

Su juventud y su buen estado atlético le prestaron un servicio incalculable: en ningún momento perdió el sentido, aunque el rostro se le iba hinchando y le dolía mucho.

El intenso frío de la helada parecía mantenerlo despierto.

Oye una nueva descarga. Probablemente es la ejecución de Lizaso, la única que parece haber tenido un desarrollo formal.

Algunos indicios permiten suponer que los vigilantes lo sujetaron hasta último momento, formaron el pelotón ante él e hicieron fuego en la forma reglamentaria.

El infortunado muchacho no atinó a un gesto de fuga. O lo más probable, en el trance decisivo prefirió enfrentar valerosamente a sus ejecutores.

Lo cierto es que recibió la descarga de frente, en pleno pecho.

Cuando escucha los vehículos policiales que se alejan, Livraga espera. Todavía no se mueve.

Sólo cuando han transcurrido varios minutos trata de incorporarse.

Apoya el brazo derecho en el suelo, tiene otro balazo.

A partir de entonces empieza un calvario infinito en que el miedo y el sufrimiento físico se sucederán y llegarán a identificarse.

Habrá un momento en que Livraga lamentará haberse salvado.

Logra incorporarse. Camina. Se interna en el basural, por donde viera escapar a Giunta, buscándolo.

Hay algo de insensato y de patético en esta búsqueda.

Es como si ya no pudiera creer más en nadie de este mundo, como si el único en quien pudiese confiar fuera aquel hombre que ha pasado por la misma experiencia. (Mucho más tarde encontrará por fin a Giunta –en Olmos.)

Después de un largo rodeo a campo traviesa, vuelve a la ruta.

Va dejando un largo reguero de sangre. Se acerca a un poblado. Hay algunas luces. Ve el letrero de una estación ferroviaria: José León Suárez.

Una persona trata de interrogarlo, pero él sigue, sin responder. Está exhausto. Va a caer. Alguien alcanza a tomarlo entre sus brazos.

Es un oficial de policía.

En ese momento debió pensar Livraga en una pesadilla infinita donde fuera cíclicamente arrestado, fusilado, arrestado, fusilado...

Sin embargo, se había encontrado al fin con un ser humano.

El oficial –a quien ya hemos visto saludando a Troxler– ni siquiera le preguntó por qué estaba herido.

Lo cargó apresuradamente en un jeep, puso un vigilante a su lado para que lo cuidase y, colocándose ante el volante, salió disparando rumbo al hospital más próximo.

En la ruta pasaron ante los cadáveres.

El oficial detuvo la marcha y ordenó al agente que bajara a investigar.

–Están muertos –anunció el policía.

El oficial se volvió hacia Livraga.

–Decime la verdad, pibe, ¿qué pasó?

En vez de contestar, Livraga vomitó una bocanada de sangre.

El oficial no titubeó más.

Dejando al agente parado en la ruta, apretó el acelerador a fondo.

27. UNA IMAGEN EN LA NOCHE

Don Horacio ignora cuánto tiempo estuvo haciéndose el muerto. ¿Media hora, una hora? Su noción del tiempo era definitivamente otra.

Sólo sabe que no se movió del sitio donde había caído hasta que empezó a aclarar. Y para entonces debían ser las siete y media. El sol del 10 de junio salió a las 7.57.

Alzó la cabeza y vio el campo todo blanco.

En el horizonte se divisaba un árbol aislado.

Nueve meses más tarde comprobó con sorpresa que no era un solo árbol, sino el ramaje de varios, cortado por una ondulación del terreno, que producía esa ilusión óptica. Incidentalmente, el detalle probó a quien esto escribe –por si alguna duda me quedaba– que don Horacio había estado allí.

El único sitio desde donde se observa ese extraño espejismo, es el escenario del fusilamiento.*

A un costado del "árbol fantasma", al borde del pueblo de José León Suárez, vio la capilla cuyas campanadas escuchó cuando le iban a dar el tiro de gracia...

Se puso de pie y echó a correr dificultosamente en esa dirección. Estaba entumecido. El frío era brutal. A las 8.10 se registrarían tres décimas bajo cero.

En el camino se encontró con una zanja fangosa, insalvable para él. Tuvo que arrancar una chapa de zinc de una pila de basura y ponerla sobre el fondo, a modo de puente.

Salió del baldío y se internó en el pueblo. Caminó unas ocho cuadras. Le parecieron dos. Por una calle transversal vio venir un colectivo. Le pareció rojo.

Era amarillo. Creyó que era el número 4. Era el número 1.

Subió.

–¿Adonde va? –preguntó, como Giunta.

–A Liniers.

En un bolsillo chico del pantalón había salvado de la voracidad policial una pequeña suma de dinero. Con ella pudo pagar su boleto. Parece fábula, le dieron un boleto capicúa...

Bajó en Liniers. Entró en un bar. Pidió café. No había, estaban calentando la máquina. Fue a otro bar. Allí le dieron un café doble y una caña doble.

Sólo entonces le pareció que el alma le volvía al cuerpo.

¿Cómo escapó el sargento Díaz? Sólo podemos conjeturarlo.

Lo cierto es que dos meses después de la masacre estaba con vida, escondido en una casa de Munro.

Allí lo detuvo el comisario de Boulogne.

Lo mandaron a Olmos.

Es el único sobreviviente con el que nunca pude comunicarme.

¿Y el "suboficial X"? ¿Existió? ¿Quién era el hombre al que Troxler y Benavídez vieron balear en el camión?

¿Uno de los doce que ya conocemos, pero desconocido para ellos?

La incógnita subsiste hasta hoy.

Cinco muertos seguro dejó la masacre, un herido grave y seis sobrevivientes.

* Había salido el sol sobre el tétrico escenario del fusilamiento.

Los cadáveres estaban dispersos en las inmediaciones de la ruta. Algunos habían caído en una zanja, y la sangre

*Me había intrigado mucho ese rasgo topográfico, que don Horacio mencionaba y que yo nunca lograra observar en mis tres o cuatro visitas el basural.

Hasta que fui un día con él. Y de pronto, tras buscarlo ambos un buen rato, lo vi.

Era fascinante, algo digno de un cuento de Chesterton.

Desplazándose unos cincuenta pasos en cualquier dirección, el efecto óptico desaparecía, el "árbol" se descomponía en varios.

En ese momento supe –singular demostración– que me encontraba en el lugar del fusilamiento que tenía el agua estancada parecía convertirla en un alucinante río donde flotaban hilachas de masa encefálica.

Tiempo después vaciaron allí un camión de alquitrán y otro de cal...

Por todas partes había cápsulas de máuser.

Durante muchos días los chicos de la zona las vendieron a los visitantes curiosos. En varias casas lejanas quedaron impactos de balas perdidas.

Los primeros en detenerse junto al camino aquella mañana fueron los desprevenidos pobladores que iban a sus ocupaciones.

Después se corrió la voz por el pueblo y una muchedumbre espantada y sombría se fue congregando en torno al pavoroso espectáculo.

En voz baja circulaban las más absurdas versiones.

–Eran estudiantes –aseguraba uno.

–Sí, iban a asaltar Campo de Mayo... –decía otro.

Los más guardaban silencio. Los hombres se descubrían, alguna mujer se persignaba.

Luego todos vieron acercarse por el camino un automóvil nuevo, largo y reluciente, que frenó de golpe ante el grupo. Una mujer asomó la cabeza por la ventanilla.

–¿Qué sucede? –preguntó.

–Esa gente... Que la han fusilado –le contestaron.

Ella tuvo un gesto irónico.

–¡Muy bien hecho! –comento–. Tendrían que matarlos a todos.

Hubo un silencio estupefacto.

Después algo describió una parábola y fue a reventar en una nubecita de tierra contra la bruñida carrocería.

Al primer cascote siguió otro, y luego un diluvio.

Rugiendo enfurecida, la multitud rodeó el automóvil.

El chófer atinó a apretar el acelerador a fondo.

Hasta las diez de la mañana permanecieron los muertos a la intemperie. A esa hora vino una ambulancia y los llevó al policlínico San Martín, donde fueron arrojados sin miramientos a un galpón. Rodríguez estaba acribillado, Garibotti tenía un solo tiro, en la espalda. Carranza, muchos, inclusive en las piernas...

El sereno del depósito estaba acostumbrado a ver cadáveres.

Cuando llegó esa tarde, sin embargo, hubo algo que le impresionó vivamente.

Uno de los fusilados tenía los brazos abiertos a los flancos, y el rostro caído sobre el hombro.

Era un rostro ovalado, de cabello rubio y naciente barba, con una mueca melancólica y un hilo de sangre en la boca.

Tenía una tricota blanca, era Mario Brión y parecía un Cristo.*

El hombre se quedó un momento atontado.

Después, le cruzó los brazos sobre el pecho.

28. "TE LLEVAN"

El oficial de policía condujo a Livraga al policlínico San Martín, donde le hicieron las primeras curas.

Juan Carlos no perdió el conocimiento: durante horas, médicos y enfermeras le oyeron repetir su historia.

Después lo llevaron a la Sala de Recuperación, situada en el tercer piso.

* Textuales palabras del sereno al padre de Mario muchos meses después.

Las enfermeras, arriesgando sus puestos –y acaso más: aún regía la ley marcial–, protegen al herido en todas las formas imaginables.

Una llama por teléfono, clandestinamente, al padre de Juan Carlos y le dice que venga a verlo en seguida, porque está "descompuesto".

Otra esconde sus ropas; sabe que Livraga dice la verdad y presume que el suéter perforado de bala en el brazo puede ser una prueba.

Otra oculta el recibo de la Unidad Regional San Martín, que más tarde iba a servir de cabeza de proceso.

La madre de Juan Carlos está recién operada en un hospital, y no la enteran de la noticia.

Don Pedro Livraga, en cambio, acude en seguida a ver a su hijo, acompañado de dos primos y del cuñado de éste.

Y estas cuatro personas firman en el libro de entradas foliado del policlínico una declaración en la que consta que han visto con vida a Juan Carlos y que su estado, aunque de cierta gravedad, no permite suponer en absoluto un desenlace fatal.

Acertada precaución, porque esa tarde, o esa noche –para Livraga el tiempo es ya la mera sucesión del dolor– un cabo de la policía provincial viene a asumir su custodia, y al hallarse frente a él, lo mira y remira fijamente como si no quisiera creer que está vivo.

A Livraga le resulta vagamente familiar la cara del policía.

No podría jurarlo, pero le parece que lo ha visto antes.

¿Acaso es el cabo Albornoz, que mandaba el pelotón?

La pregunta no tiene mayor importancia.

Pero el cabo –un hombre moreno– es lengua larga. Comenta con las enfermeras:

–A éste lo van a llevar de nuevo. No se lo digan, pobre.

Las enfermeras se lo dicen. Y recomienza el suplicio.

El policía, entretanto, busca algo. El recibo. Pide las ropas de Livraga. No se las dan. Se vuelve fastidioso, exige directamente ese papelito que es la prueba del crimen. Nadie sabe nada.

Nadie, salvo don Pedro Livraga, que al volver esa noche a su casa lo encuentra misteriosamente en un bolsillo de su sobretodo.

Y lo guarda, hasta que seis meses más tarde llega a manos del juez.

Entretanto, la vida de Juan Carlos está suspendida del más tenue de los hilos.

No hay la menor duda de que la policía provincial quiera acabar con él, el testigo.

Pero antes debe resolver el "pequeño" problema de los otros sobrevivientes, buscados con encarnizamiento.

Si puede capturarlos a todos, volverá a ejecutarlos, tomando mayores precauciones...

Pero si uno solo escapa a la red, será inútil eliminar a los demás.

Livraga ya no resiste, ya no protesta. Cuando esa noche lo ponen en una camilla y una enfermera le dice llorando: "Pibe, te llevan", ya está vencido.

Tanto penar para morirse uno.

Lo sacan tapado con una sábana, como a un muerto. Lo suben a un jeep y lo llevan.

En San Andrés, Giunta tomó un colectivo que lo condujo a casa de su hermano, en Villa Martelli, donde encontró refugio y desahogó sus nervios contando la increíble historia.

Por la noche durmió en casa de los padres, y el lunes 11 de junio acudió a su trabajo.

Pensaba que su odisea había terminado.

Cuando esa tarde volvió a Florida, sin embargo, su mujer le informó que había pasado la policía a buscarlo.

Ella les dijo que estaba en casa de sus padres.

Giunta, que hasta ese momento se había portado con toda lucidez, ahora comete una tontería.

Quiere presentarse a aclarar su situación. Fue a entregarse a la casa paterna. Sabía que allí lo esperaban, y en efecto, no alcanzó a entrar porque lo detuvieron antes.

Lo que ocurrió a partir de entonces es todo un capítulo en la historia de nuestra barbarie.

Primero lo llevaron a la seccional de Munro, y de ahí a la Unidad Regional. Lo encerraron con llave en una especie de cocina.

Con él entró un guardián armado que lo hizo sentar en un rincón y lo estuvo apuntando interminablemente con una pistola.

–¡Si avanzas un paso, te levanto la tapa de los sesos! –le informaba a intervalos regulares–. ¡Si hablas, te levanto la tapa de los sesos! ¡Si haces un gesto, te levanto la tapa de los sesos!

Su vocabulario era más bien limitado, pero convincente. De a ratos, sin embargo, lo incitaba:

–Anda, movete, así te puedo pegar un tiro.

El prisionero no ensayaba el menor ademán.

De tanto en tanto el otro parecía cansarse y enfundaba el arma.

Pero después volvía a su divertido juego.

Lo empujaban deliberadamente a la locura.

En los cambios de guardia se producían conversaciones en voz baja, calculadas para parecer secretas y al mismo tiempo para que el detenido alcanzara a oírlas:

–Esta noche "sale"... –murmuraba uno.

–¿Para dónde! –contestaba otro con una risita.

–Dos veces no se salva ninguno.

No le daban de comer, salvo algún sandwich, con intervalos de horas.

Cuando quiso dormir, tuvo que tenderse en las heladas baldosas. Gritos que llegaban de afuera le cortaban el penoso sueño.

–¡Cuidaaado, que se escaaapa! ¡Cierren todas las ventanas!

Parece que lo incitaban a la fuga. Al fin y al cabo no era tan difícil. No estaba en un verdadero calabozo. Giunta no se dejó tentar.

Acaso lo incitaban al suicidio.

En una oportunidad lo pasaron a otro cuarto del primer piso, con ventanal al patio.

–Y no se le ocurra escaparse por ahí –le dijo un oficial, señalando la accesible ventana–. Porque si no se mata del golpe... En fin, es una opinión.

Desde el primer momento trataron de recuperar el recibo que le entregaron en la misma Unidad la madrugada del 10. Cuando fracasaron las amenazas, apelaron a la seducción.

Un oficial joven trataba de persuadirlo con buenas razones:

–Mira, tu situación ya está aclarada, pero necesitamos ese recibo. No haces más que entregarlo, y salís en libertad.

Giunta negaba tenerlo, y decía la verdad. Había quemado el recibo.

A los dos o tres días de su encierro, fue a verlo Cuello, el segundo jefe de la Unidad, que realizara una vaga tentativa por salvarlo del fusilamiento.

Ahora no podía dar crédito a sus ojos. Le parecía estar viendo un fantasma.

–Pero, ¿cómo hizo? –repetía–. ¿Cómo hizo?

Giunta estaba tan descentrado, a esa altura de las cosas, que trató de disculparse por haber huido.

Explicó que había sido una reacción instintiva, ésa de escapar a la muerte; que en realidad, él no había querido... Sí, no había querido ofenderlos.

Cuando el 17 de junio lo trasladaron a la comisaría 1a de San Martín, era una ruina de hombre, al borde de la demencia.

29. UN MUERTO PIDE ASILO

¿Había muerto Benavídez?

Sus amigos, basados en el relato de Troxler, tenían esperanzas de encontrarlo con vida.

En la mañana del 12 de junio tales esperanzas se derrumbaron.

Todos los diarios publicaban un comunicado del gobierno con la lista oficial de -fusilados en la zona de San Martín.

Y en ella aparecía Reinaldo Benavídez.

El más asombrado debió ser él mismo, puesto que se había salvado...*

Y sin embargo, la explicación era muy simple.

Hay que buscarla en la ciega irresponsabilidad con que se procedió desde el principio hasta el fin en esa operación clandestina calificada de fusilamiento.

Basta la simple lectura de la lista de ejecutados en San Martín para comprender que el gobierno no tenía la menor idea de quiénes eran sus víctimas.

A Benavídez, que gozaba de perfecta salud tras huir del basural de José León Suárez, lo daban por muerto.

A Brión, en cambio, que había caído, no lo mencionaban en absoluto. A Lizaso lo llamaban "Crizaso"; a Garibotti, "Garibotto".

Parece mentira que se puedan cometer tantos errores en una lista de apenas cinco nombres, que además correspondían a cinco personas oficialmente ajusticiadas por el gobierno.

Lo curioso es que ninguno de estos macabros errores ha sido rectificado, aun después de que yo los denunciara. Oficialmente, pues, Benavídez sigue estando muerto.

Oficialmente, el gobierno nunca ha tenido nada que ver con Mario Brión.

Pero el 4 de noviembre de 1956, los diarios informaban que el día anterior se había exiliado en Bolivia Reinaldo Benavídez.

Sí, el mismo.

El "muerto".

A los familiares de las víctimas no se les ahorró molestia, vejación ni incertidumbre alguna.

Un hermano de Lizaso, que por versiones sospechaba su trágico fin, estuvo ambulando de comisaría en comisaría en busca de noticias concretas.

A las siete de la mañana del 12 de junio, cuando ya había salido en los diarios la noticia –adelantada el 11 a la noche por Radio Mitre– fue a la Unidad Regional San Martín.

Allí tuvieron el sangriento cinismo de decirle que no conocían a Carlitos y mandarlo, en una búsqueda que de antemano sabían

*...del lugar de los hechos, se dirigió hacia el noroeste y luego de recorrer unos 500 metros, se apersonó a un colectivero que tiene su parada en esa zona, solicitándole dinero, ascendiendo al vehículo del mismo ..."

Declaración de Troxler y Benavídez, fechada en La Paz, Bolivia, el 9 de mayo de 1957, dirigida al autor de este libro estéril, a la Brigada de Investigaciones. De ahí lo remitieron al Distrito Militar.

De ahí a Campo de Mayo, donde lo atendió el Jefe del Acantonamiento:

–Lo único que puedo asegurarle –le informó– es que aquí no se ha fusilado a ningún civil.

Fue a la segunda de Florida, luego al ministerio de Ejército. Nadie sabía nada. En la Casa de Gobierno, el general Quaranta se negó a atenderlo.

Por fin se compadeció de él un oficial de Aeronáutica, el comandante Vales Garbo, que con un par de fulmíneas órdenes telefónicas consiguió que los esbirros policiales renunciaran al inocente placer que se estaban proporcionando.

En Florida, el 11 por la noche, una comisión policial fue a la casa de Vicente Rodríguez a retirar la libreta de enrolamiento del portuario asesinado.

Su esposa, que ignoraba todo aún, recibió el 12 una citación de la Unidad, para el día siguiente.

En la Unidad Regional la hicieron esperar una hora antes de que la atendiera un oficial.

Ella no había leído los diarios.

Volvió a preguntar por el marido, si estaba preso...

El oficial la miró entonces de arriba abajo.

–¿Usted es analfabeta? –preguntó despectivamente. Conste aquí. Consten las ventajas que da el alfabeto para martirizar a una pobre mujer.

–Hubo muchos fusilados –remató el instruido oficial–. Entre ellos, su esposo.

La condujeron en una camioneta al policlínico San Martín. Allí estaba el cadáver de Vicente.

Preguntó si podía llevárselo para velarlo. Le dijeron que no.

–Vuelva con el cajón. Y de aquí derecho al cementerio. Ah, y tiene que ser antes del viernes. Si no, no lo encuentra. Volvió con el ataúd. Y fueron derecho al cementerio. Con custodia. Sólo cuando cayó el último terrón, se retiró el último policía.

En Boulogne, donde vivían Carranza y Garibotti, el trámite fue similar, aunque con una curiosa variante.

El encargado de retirar las libretas de enrolamiento fue un hombre alto, corpulento, moreno, de bigotes, voz ronca y pastosa.

Vestía pantalones claros y chaquetilla corta, color verde oliva: el uniforme del Ejército Argentino.

Ya no empuñaba una pistola 45 en la mano derecha.

Bajó de un jeep a las 19 del lunes 11 frente a la casa de Garibotti.

–Vengo a buscar la libreta de su esposo –dijo a Florinda Allende, sin presentarse.

–Aquí no está –repuso ella.

–Búsquela. Tiene que estar.

Y entró en la casa.

Un hijo del ferroviario, Raúl Alberto (13 años), estaba sentado en la cerca.

–¿Vos sos hijo de Garibotti? –le preguntó el chófer del jeep.

–Sí.

–¿Ése que mataron?

El muchacho no sabía nada...

La libreta del muerto no apareció y el hombre alto y corpulento cruzó la calle y golpeó a la casa de Carranza. Berta Figueroa ignoraba todavía la suerte de su marido y el paradero de la libreta.

–Yo no sé nada –dijo–. La tiene que tener él.

–Búsquela, señora, que acá está, porque él dice que está acá –insistió el funcionario militar-policial.

Berta lo hizo entrar y fue en busca del documento.

Fernández Suárez se quedó mirando el gran retrato de Nicolás Carranza que colgaba de la pared.

A su alrededor, los chicos lo observaban tímidamente, con sus grandes ojos llenos de curiosidad.

–¿Ése era tu papá? –preguntó a Elena "el señor alto" por orden de quien la pequeña, aunque lo ignorase, ya no tenía papá.

–Sí –repuso.

–¿Cuántos hermanitos son?

–Seis –contestó la niña.

–¿Y vos sos la mayor?

–Sí.

En ese momento volvía Berta Figueroa con la libreta.

–¿Está preso mi marido? –se atrevió, angustiada, a preguntar.

–No sé, señora –contestó apresuradamente el jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires–. No sé nada.

Y agregó desde el jeep, con voz más ronca que antes:

–La libreta la piden de La Plata. Es por un trámite.

· La tarde del 10 de junio un hombre joven, hondamente preocupado, caminaba hacia la calle Franklin, de Florida.

En el trayecto lo paró una mujer, a quien no conocía.

–¿Usted es algo de Brión? –le preguntó.

–Hermano –repuso.

–Quédese tranquilo –dijo ella entonces–. Horacio y Mario están bien.

Y antes que él pudiese preguntar más, la desconocida se marchó apresuradamente.

Era una noticia, la primera, desde la desaparición de Mario la noche antes.

Los hechos posteriores se encargarían de desmentirla, pero el misterioso incidente iba a despertar –aun frente a la evidencia– las más crueles e irracionales esperanzas.

Un cuñado de Mario no tardó en averiguar que lo habían detenido y fue a la Unidad Regional a preguntar por él. Allí –según una versión indirecta– habría ocurrido un singular episodio.

–¿Cómo era su cuñado? –preguntó el oficial de guardia.

–Era... –comenzó el pariente de Mario, y clavando de golpe la mirada en su interlocutor exclamó asombrado–: Vea, era igual a usted...

Ante esas inesperadas palabras, parece que el oficial fue víctima de una crisis de nervios y rompió a llorar.

El cadáver de Mario estaba en el policlínico San Martín y de allí fue a retirarlo su padre.

Apenas se lo dejaron ver unos segundos. De un golpe replegaron la sábana que lo cubría, de otro golpe volvieron a taparlo.

Meses más tarde, don Manuel Brión recibió una misteriosa llamada telefónica.

–¿Usted es el padre de Mario? –preguntó una voz.

–Sí...

–Quiero hablarle de su hijo.

–¿Quién es usted?

–Soy un marinero. Acabo de volver del sur. Lo espero esta noche junto al paredón de la Escuela de Mecánica...

Mencionó la hora y el lugar exacto.

Un temor innombrable impidió al anciano acudir a la cita.

Pero desde entonces empezó a dudar de lo que había visto en la morgue del policlínico, y sólo las palabras, que ya hemos citado, del sereno del depósito, lo confirmaron en la cruel realidad.*

30. LA GUERRILLA DE LOS TELEGRAMAS

Entretanto, se estaba librando una sorda batalla por la vida de Juan Carlos Livraga.

Del policlínico un jeep conducido por el comisario inspector Torres lo lleva a la comisaría 1a de Moreno, donde lo arrojan desnudo a un calabozo, sin asistencia médica y sin alimentos.

No le dan entrada en los libros.

¿Para qué?

Probablemente están esperando capturar a los otros fugitivos para volver a fusilarlo con más tranquilidad.

O quieren que se muera solo.

Pero sus familiares no se quedan quietos.

Uno de ellos consigue llegar hasta el coronel Arribau.

Hay fuertes indicios de que la mediación de este militar impide que se vuelva a ejecutar la pena.

Don Pedro Livraga, por su parte, apela directamente a la Casa Rosada.

El 11 de junio a las 19 horas, despacha desde Florida el siguiente telegrama colacionado, recibido a las 19.15 horas y dirigido al Excelentísimo Señor Presidente de la Nación, General Pedro Eugenio Aramburu, Casa de Gobierno, Buenos Aires:

EN MI CARÁCTER PADRE JUAN CARLOS LIVRAGA FUSILADO MADRUGADA DÍA 10 SOBRE RUTA OCHO PERO QUE SOBREVIVIÓ SIENDO POSTERIORMENTE ASISTIDO POLICLÍNICO SAN MARTIN DE DONDE FUERA RETIRADO DOMINGO ALREDEDOR 20 HORAS DESCONOCIENDO NUEVO PARADERO RUEGO ANSIOSAMENTE SU HUMANA INTERVENCIÓN PARA EVITAR SEA NUEVAMENTE AJUSTICIADO ASEGURÁNDOLE SE TRATA CONFUSIÓN PUES ES AJENO A TODO MOVIMIENTO. COLACIÓNESE. PEDRO LIVRAGA.

El asesinato de Mario Brión fue denunciado por primera vez por mí en "Revolución Nacional" del 19 de febrero de 1957.

Esa denuncia me puso en contacto con sus familiares, que aún se resistían a creer en lo irreparable.

Las averiguaciones realizadas, infortunadamente, confirmaron su muerte.

La respuesta no tarda en llegar.

Es el telegrama N° 1185, despachado de Casa de Gobierno el 12 de junio de 1956 a las 13.23 horas, recibido a las 20.37 horas, y dirigido a don Pedro Livraga, Florida, que dice:

REFERENTE TELEGRAMA FECHA 11 INFORMO SU HIJO JUAN CARLOS FUE HERIDO DURANTE TIROTEO ESCAPADO POSTERIORMENTE FUE DETENIDO Y SE ENCUENTRA ALOJADO COMISARIA MORENO. JEFE CASA MILITAR.

Los familiares de Juan Carlos vuelan a la comisaría de Moreno.

Y allí se repite la vieja artimaña policial. Juan Carlos –aseguran los mismos empleados que acaban de verlo tirado en un calabozo– no ha estado nunca allí.

Es inútil que don Pedro Livraga muestre el telegrama de la presidencia: Juan Carlos no está.

Ellos no lo conocen.

Y hasta ponen un aire profesional de inocencia en lo que dicen.

Más tarde, frente al juez, el comisario dirá que nadie fue a visitarlo...

Su familia remueve cielo y tierra. Estérilmente.

El muchacho no aparece y ya nadie tiene noticias suyas.

Con el lento paso de los días, don Pedro se va haciendo a la dura idea.

En Florida todos dan por muerto a su hijo.

Pero Juan Carlos no ha muerto.

Sobrevive prodigiosamente a sus heridas infectadas, a sus dolores atroces, al hambre, al frío, en la húmeda mazmorra de Moreno.

Por las noches delira.

En realidad ya no existen noches y días para él.

Todo es un resplandor incierto donde se mueven los fantasmas de la fiebre que a menudo asumen las formas indelebles del pelotón.

Cuando acaso por piedad le dejan a la puerta las sobras del rancho, y se arrastra como un animalito hacia ellas, comprueba que no puede comer, que su destrozada dentadura guarda todavía lacerantes posibilidades de dolor dentro de esa masa informe y embotada que es su rostro.

Y así pasan los días.

La venda que le pusieron en el hospital se va pudriendo, sola se cae a pedacitos infectos. Juan Carlos Livraga es el Leproso de la Revolución Libertadora.

Nada tendríamos que decir en defensa del entonces comisario de Moreno, Gregorio de Paula.

Es inútil que un hombre pretenda escudarse en "órdenes superiores" cuando esas órdenes incluyen el asesinato lento de otro hombre inerme e inocente.

Pero un resto de piedad debía quedarle esa noche en que llegó al calabozo trayendo con la punta de los dedos una manta usada hasta entonces para abrigar al perro de la comisaría, la dejó caer sobre Livraga y le dijo:

–Esto no se puede, pibe... Hay órdenes de arriba. Pero te la traigo de contrabando.

Bajo esa manta, Juan Carlos Livraga quedó extrañamente hermanado con el animal que antes cobijara.

Era, más que nunca, el perro leproso de la Revolución Libertadora.

En su calabozo de la comisaría 1a de San Martín, Giunta escucha una risa larga, que parece venir de lejos, rueda por los pasillos y galerías y de pronto estalla a su lado.

Es él mismo quien se ríe. Él, Miguel Ángel Giunta. Lo comprueba al llevarse la mano a la boca y sofocar el flujo histérico de la risa que le brota inadvertido de adentro.

Más de una vez ha tenido que reprimirse de este modo, razonar, decirse en voz alta:

–Quieto. Soy yo. No tengo que dejarme llevar...

Pero luego el torbellino lo arrastra nuevamente.

Habla solo, ríe, llora, divaga y explica, y vuelve a caer en el pozo del terror donde está la silueta de Rodríguez Moreno, alta contra los eucaliptus nocturnos, en la mano una pistola que brilla fríamente, y hombres que retroceden, uno, dos, tres pasos, para hacer puntería con los fusiles.

Y luego el zumbido inolvidable y perverso de las balas, el tropel de los fugitivos, el ¡plop! de un proyectil al penetrar en la carne y el ¡ahhh! desgarrado que suelta un hombre al caer en plena carrera, dos pasos detrás de él Giunta sacude la cabeza entre las manos y murmura:

–Soy yo, estoy bien, soy yo...

Pero cada rumor que escucha en los pasillos renueva su agonía. "Vienen a llevarme", piensa. "Ahora me fusilan de nuevo."

El sueño, por fin, lo redime.

Hace un frío agudo, mas de algún modo logra dormirse en la cucheta de madera sin cobijas.

A medianoche lo despierta el grito de los torturados, a quienes les "están dando máquina".

De él, sin embargo, nadie se ocupa.

Ni siquiera le hablan.

En los ocho días que permanece en el calabozo, no le llevan un solo plato de comida ni un vaso de agua.

Son los presos comunes, que salen a dar el paseo reglamentario, quienes lo salvan de la muerte por hambre.

A través de la mirilla de la celda le tiran mendrugos de pan y sobras de alimentos que el prisionero recoge ávidamente del suelo.

Para mitigar su sed, discurren un procedimiento de emergencia.

Introducen por el agujero el pico de una pava y el sobreviviente bebe a tientas el chorro de agua que cae.

Sus familiares, entretanto, carecen de noticias suyas.

La policía practica con ellos el divertido juego de la gallina ciega.

De la Unidad Regional los mandan a la cárcel de Caseros, de Caseros al penal de Olmos, de Olmos a la Jefatura de La Plata, de La Plata a la comisaría de Villa Ballester, de Villa Ballester a la Unidad Regional San Martín... es una semana de angustia, hasta que finalmente averiguan la verdad: Miguel Ángel está en la 1a de San Martín.

Acuden a verlo, pero sólo al día siguiente les será permitido.

Y llegarán a tiempo –su esposa, su anciano padre, su primo, su cuñado– para presenciar una lastimosa escena.

Apenas han tenido tiempo de abrazarlo, cuando ya se lo llevan.

Y lo sacan a la vía pública, con escolta armada y engrillado, rumbo a la estación ferroviaria.

De nada sirven las súplicas de los suyos, buena gente burguesa para quien la sola idea de caminar esposado por las calles es peor que la muerte.

Allá va el extraño grupo, a las doce del día, por las arterias céntricas de la ciudad de San Martín: el "temible" preso, los armados esbirros y los llorosos familiares que los siguen. La gente contempla asombrada este espectáculo.

Flaco, barbudo, con mirada de extraviado, espectro de sí mismo, Miguel Ángel Giunta ingresó al penal de Olmos el 25 de junio. Allí la vida empezaría a cambiar para él.

31. LO DEMÁS ES SILENCIO...

El telegrama dirigido a don Pedro Livraga, Florida, decía:

ESTADO DE SALUD DE SU HIJO BIEN EN OLMOS LA PLATA. PUEDE VISITARSE DÍA VIERNES DÍA VIERNES 9 A 11 O DE 13 A 17 HS. SOLO PADRES, HIJOS O HERMANOS MUNIDOS DE SUS CORRESPONDIENTES DOCUMENTOS DE IDENTIDAD. CNEL. VÍCTOR ARRIBAU.

Llevaba el número 110, había sido despachado de Casa de Gobierno a las 19.30 horas y recibido a las 20.37. Era el lunes 2 de julio de 1956.

Juan Carlos aún estaba en Moreno. Pero es evidente que ya los hilos de su vida pasaban por la Casa Rosada y no por la Jefatura de La Plata.

El martes 3 lo trasladaron a Olmos. Y sus padres –que lo daban por muerto– descontaron ansiosamente los días que faltaban hasta el viernes.

Por fin lo vieron.

Les costó trabajo reconocerlo: había rebajado diez kilos, los vendajes le borraban la cara.

Desde su llegada al penal, sin embargo, se le brindaba un trato humano y adecuada atención médica.

En realidad ya había mejorado bastante en esos pocos días.

Giunta también se recuperaba de su postración nerviosa.

Al principio había sufrido mucho el contacto de los presos comunes.

Decidió entonces hablar con el director del penal y contarle su extraña odisea.

El director –un hombre bondadoso, que más tarde fue reemplazado– se quedó pensativo.

–Muchos han traído historias como ésa –repuso al fin–.

Pero no siempre son ciertas.

Si lo que usted dice es verdad, veremos lo que se puede hacer...

Ordenó su traslado al pabellón de políticos.

Allí Giunta se sintió mejor.

Los presos eran militantes comunistas y nacionalistas, dirigentes obreros, hasta algún periodista, y con ellos por lo menos se podía hablar, aunque a él no le interesaban las controversias políticas y sindicales.

Después llegó Livraga. Giunta no lo recordaba. Juan Carlos, en cambio, conservaba de él una imagen nítida.

La experiencia común los acercó.

Al principio Livraga había preferido permanecer entre los delincuentes comunes: aún temía por su vida, y pensaba que allí pasaba más inadvertido.

Después sus aprensiones disminuyeron y pidió pasar al otro pabellón.

Entre los presos circulaba con insistencia el nombre de un letrado platense: el doctor von Kotsch.

Se citaban casos de detenidos puestos en libertad merced a su intervención.

El doctor Máximo von Kotsch, abogado de 32 años, con activa militancia en el radicalismo intransigente, dedicaba en efecto su notorio dinamismo a la defensa de presos gremiales.

Entre ellos, los numerosos petroleros torturados por la policía bonaerense. Giunta y Livraga pidieron hablar con él, y el doctor von Kotsch escuchó con asombro el relato de lo sucedido aquella madrugada del 10 de junio en las afueras de José León Suárez.

En el acto asumió la defensa de los dos sobrevivientes, y vista la falta de proceso judicial –estaban a disposición del Poder Ejecutivo– y de causas reales que justificaran su encarcelamiento, solicitó que fueran puestos en libertad.

La noche del 16 de agosto de 1956, los presos del pabellón político se disponían a acostarse, cuando la voz de un guardián reclamó:

–¡Población, silencio! –y luego–: Los que yo vaya nombrando, pasen con todo.

Un estremecimiento corrió por el pabellón.

Algunos iban a salir en libertad, otros se quedarían.

Todos escuchaban con avidez, mientras los que eran nombrados recogían febrilmente sus cosas.

–...Miguel Ángel Giunta... –recitaba el guardián–, Juan Carlos Livraga...

Eran los dos últimos de la lista.

Se miraron incrédulos. Se abrazaron. Después se les ocurrió simultáneamente la misma idea.

A lo mejor era una trampa para matarlos.

Pero a la salida del pabellón apoyado en una columna, los esperaba el doctor von Kotsch. Sonreía. Giunta dice que nunca olvidará ese momento.

Esa misma noche el abogado los llevó a la jefatura de Policía de La Plata para visar sus órdenes de excarcelación.

En la de Giunta, en el rubro "Causa", había una expresiva línea de guiones escritos a máquina.

Sin causa, en efecto, se había pretendido fusilarlo.

Sin causa, se lo había torturado moralmente hasta los límites de la resistencia humana.

Sin causa, se lo había condenado al hambre y la sed.

Sin causa, se lo había engrillado y esposado.

Y ahora, sin causa, en virtud de un simple decreto que llevaba el N° 14.975, se lo restituía al mundo.

· Giunta y Livraga debían su libertad y aun su vida –amén de los esfuerzos del doctor von Kotsch– a una circunstancia fortuita.

No eran, como ellos creían, los únicos testigos sobrevivientes de la "Operación Masacre".

La policía bonaerense había tratado de capturar a los demás fugitivos y recuperar las pruebas, sobre todo los recibos expedidos por la Unidad Regional San Martín, logrado eso, es probable que todo, personas y cosas, hubieran desaparecido en una final y silenciosa hecatombe.

Pero la tentativa había fracasado y la "Operación Masacre", aun eliminando a Giunta y Livraga, iba a ser ampliamente conocida aquí y en el extranjero.

Gavino se había asilado en la embajada de Bolivia antes de que se apagaran los ecos de los últimos fusilamientos.

Cuando viajó a aquel país, llevaba consigo el recibo.

Julio Troxler y Reinaldo Benavídez tampoco pudieron ser detenidos.

A mediados de octubre se refugiaron en la misma embajada y el 3 de noviembre un avión los condujo a La Paz.

El 17 de octubre, un hombre alto y moreno llegaba caminando tranquilamente a la entrada de la sede diplomática, en la calle Corrientes al 500.

En el acto dos pesquisas de civil se lanzaron sobre él y alcanzaron a manotearlo.

Pero ya era tarde: Juan Carlos Torres, el inquilino del departamento del fondo, acababa de sustraerse a Fernández Suárez y pisaba suelo extranjero.

En junio de 1957, también viajó a Bolivia.

Don Horacio di Chiano estuvo cuatro meses oculto antes de volver temerosamente a su casa de Florida.

La experiencia de terror había dejado hondas huellas en él.

Habían querido matarlo a mansalva.

Durante interminables segundos, había esperado bajo los faros de la camioneta policial el tiro de gracia que no llegó.

Sin haber cometido ningún delito, estaba prófugo.

Había perdido su empleo, después de diecisiete años de servicio y ahora estaba dilapidando sus ahorros en el sostén de su familia.

Él nunca comprenderá nada de lo ocurrido.

Livraga y Giunta volvieron a trabajar.

El primero como albañil, ayudando a su padre; el segundo en su viejo empleo.

El sargento Díaz no escapó del todo a la furia desencadenada aquella noche de junio.

Estuvo largos meses preso en Olmos.

En los cementerios de Boulogne, San Martín, Olivos, Chacarita, modestas cruces recuerdan a los caídos: Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez, Carlos Lizaso, Mario Brión.

En Montevideo, poco tiempo después de conocer la noticia, había muerto don Pedro Lizaso, el padre de Carlitos.

En sus últimos días le oyeron repetir incesantemente:

–Yo tengo la culpa... Yo tengo la culpa.. .

A fines de 1956, Vicente Damián Rodríguez hubiera sido padre de su cuarto hijo.

Su mujer, desesperada y roída por la miseria, se resignó a perderlo.

Dieciséis huérfanos dejó la masacre: seis de Carranza, seis de Garibotti, tres de Rodríguez, uno de Brión.

Esas criaturas en su mayor parte prometidas a la pobreza y el resentimiento, sabrán algún día –saben ya– que la Argentina libertadora y democrática de junio de 1956 no tuvo nada que envidiar al infierno nazi.

Ése es el saldo.

Pero lo que a mi juicio simboliza mejor que nada la irresponsabilidad, la ceguera, el oprobio de la "Operación Masacre" es un pedacito de papel.

Un rectángulo de papel oficial de 25 centímetros de alto por 15 de ancho.

Tiene fecha varios meses posterior al 9 de junio de 1956 y está expedido, después del trámite previo en todas las policías provinciales, incluso la bonaerense, a nombre de Miguel Ángel Giunta, el fusilado sobreviviente. Sobre el fondo de un escudo celeste y blanco, constan su nombre y el número de su cédula de identidad.

Arriba dice: República Argentina - Ministerio del Interior - Policía Federal.

Y luego, en letras más grandes, cuatro palabras: Certificado de Buena Conducta.